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Domingo, 16 de febrero de 2014
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FAN Un escritor elige su película favorita: Hernán Ronsino y Los desconocidos de siempre, de Mario Monicelli

TRATANDO DE DAR EL GRAN GOLPE

Por Hernán Ronsino
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Descubrí la película hace unos años, en la tele. Después de una Navidad, creo. Los restos de los festejos y los estruendos en el aire se habían aplacado. Entonces, en medio de la madrugada, alguien prendió el televisor y ocurrió lo que sucede en todo acto de seducción. Vi a Vittorio Gassman acechado por esos malandrines encabezados por Mastroianni, lo vi más tarde conquistando a Claudia Cardinale en las calles de Roma y, ahí nomás, quedé hipnotizado por esa película que no conocía y después supe que se llamaba Los desconocidos de siempre (Il solitti ignoti), dirigida por Mario Monicelli en 1958. En verdad, nunca había visto una película de Monicelli. Después de eso busqué otras en mi videoclub amigo. El videoclub todavía mantenía copias en VHS de películas difíciles de conseguir. Las tenían en una piecita detrás del local de alquiler. Entonces uno preguntaba por la película y si la respuesta era “pero la tengo en VHS” podía suceder lo que fue sucediendo después con el tiempo: que la película no fuera alquilada. Pero si se daba el OK se ponía en marcha, inmediatamente, no sólo la búsqueda en la piecita del fondo sino también la verborragia cinéfila del tipo que atendía. Obligaba, casi, a acompañar hasta la piecita al interesado, que debía soportar la cantidad de información que el tipo daba sobre el proceso de filmación o sobre la vida del director. Yo recuerdo haber alquilado La gran guerra, de Monicelli, y lo que recuerdo es que el tipo me dijo algo de la tristísima escena en la que son ejecutados Gassman y Sordi. De todos modos, lo que más le gustó fue detenerse, con detalles y sentimentalismo, en el final del propio Monicelli: saltando de un hospital a los noventa y cinco años. “Qué imagen final, ¿no?”, me decía. Pero la escena que más se me incrustó de Los desconocidos de siempre, esa madrugada navideña, no fue tal vez la escena más famosa: el momento mismo del robo o del intento del robo mientras abren ese hueco en la pared para llegar a la caja fuerte de la casa de empeños. La escena que me condensó, de algún modo, el espíritu de esta película, es decir, el humor y la tragedia italiana, fue una escena secundaria, no diría menor, pero sí secundaria. Cosimo (Memmo Carottenuto) fuma sentado en la bicicleta. Espera. La noche se instala en la ciudad. Hay un brillo sobre la calle. Parece agua. Pero no queda claro. Cosimo mira la casa de empeños. Nervioso. Cuando uno de los empleados sale a cerrar, Cosimo larga de la boca mucho humo. Y se prepara. Esconde la pistola bajo un diario. Y cruza decidido. No tira el pucho. Hay gente dando vueltas. Un colectivo dobla, en el fondo. Cosimo parece un animal enceguecido. Acaba de salir de la cárcel. Lo han dejado afuera de un asunto. Se siente traicionado. Y ahí está, ahora, tratando de dar el gran golpe. Solo. El empleado le dice que el negocio está cerrado, pero Cosimo arremete, siempre con el pucho en la boca y la pistola escondida bajo el diario. Un momento, dice. Ya está adentro. Una clienta termina de ser atendida en el mostrador, guarda cosas en su cartera y sale. Cosimo espera. Observa que no haya nadie más. Entonces, usando media boca –el pucho cubre la otra mitad–, dice: “¿Conoces esto?”, y desliza la pistola por debajo del diario, declarando –cree Cosimo– sus intenciones. El tipo que atiende la casa de empeños, atrás de una reja, le quita la pistola, la observa, le dice que es una Beretta y está en malísimas condiciones. Le ofrece mil liras. Las cenizas del cigarrillo de Cosimo se desploman. Es difícil explicar la humillación que siente. Sale corriendo.

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