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Domingo, 2 de marzo de 2014
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VUELTAS EN LA CAMA

Por Alan Pauls
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(Todo esto debe ser leído como dicho por alguien que se despierta en mitad de la noche y rumia.)

Love Story. Veinte años después, ¿por qué vuelve el caso Woody Allen? O mejor, ¿para qué? En parte, supongo, para darnos una lección que debería reconfortarnos: hasta los escándalos más orgánicamente mediáticos son capaces de producir lógicas propias, anómalas, radicalmente excéntricas a la lógica de la “actualidad” que debería gobernarlos. En ese sentido, que el caso WA vuelva vía el famoso abuso de Dylan no hace sino confirmar la hipótesis: vuelve como escándalo, puntual, pura “actualidad”, para disfrazar un escándalo que es mucho más escandaloso: el escándalo de una historia de amor que dura. El ático, la respiración anhelante del padrastro en celo, el pulgar dentro de la boca: los detalles pueden abundar, pero en esta cama y a esta altura de la noche estoy convencido de que lo que ultraja del caso WA, en el fondo, no es el subcaso Dylan sino la evidencia, pura y dura, a veinte años de conocida la historia, de que Woody Allen se enamoró de Soon-Yi, y de que ese amor duró –está durando– veinte años, dos hijos, viajes en común, una vida marital estable y discreta. El caso WA vuelve para enseñarnos que lo verdaderamente trágico, siempre, es el amor, pero es trágico sobre todo para los medios, porque su temporalidad (veinte años: ¡el incesto más longevo y feliz de la historia humana! ¡Aprendé, Edipo!) es antiactual, antiescandalosa, radicalmente antimediática.

No es bueno que el hombre esté solo. Del irresistible ascenso de Axel Kicillof me llamaban la atención dos cosas. Una, el poderoso magnetismo que ejercen los apellidos rusos, o semi rusos, o para rusos, cuando irrumpen en el mundo tan poco dostoievskiano de la política argentina. La otra, su notable fotogenia. Kicillof daba bien en todas las fotos, sobre todo las que le sacaban los medios que lo resistían (entonces) y lo vapulean (ahora). “Daba bien” quiere decir que en la foto se constituía como un sujeto consistente y performativo, un agente eficaz en su campo de acción específico (la política). Se veía alerta, curioso, entusiasta, ligeramente monomaníaco; un tipo de ideas fijas, no de transacciones; alguien que siempre miraba más allá, en dirección a algo que no compartía con nadie, algo que sólo él parecía ver. Ese punto de fuga que atraía su mirada era lo más propio que tenía, el punctum que lo distinguía de los demás, esos demás que compartían la foto con él. Porque ésa era la clave: Kicillof daba bien en las fotos en la medida en que estaba acompañado (ministros, secretarios, asesores), en la medida en que lo que se ponía en escena en las fotos era un sujeto abriéndose paso entre otros, recortándose sobre el fondo de los otros. Ya ministro, hélàs, la fotogenia desapareció. La juventud estaba intacta, los ojos seguían siendo claros, las patillas eran las de siempre. Pero en las fotos aparecía solo, y ese privilegio de fotogénico era su condena. El estado de alerta, la avidez ocular, la proyección enigmática de la mirada: todo lo que fotografiado en medio de otros era signo de deseo, de afirmación, incluso de mesianismo, ahora parecía señal de inquietud o de paranoia, un síntoma defensivo que el púlpito de la sala de prensa del Ministerio de Economía, enorme y cruel (un escenógrafo ahí), no hacía más que profundizar. La pregunta sería: ¿quién aguanta hoy en la Argentina una foto solo, o sola?

Parole, parole, parole. ¿Por qué sigo dándole oportunidades a Spike Jonze? ¿Por qué no lo archivo de una vez en la carpeta de bluffs donde lo espera impaciente Michel Gondry, con su imaginación alada y sus sonajeros? Insomne, rumio Her, la última fábula de este profesional de la neoingenuidad, que vi hace un par de días y desde entonces no dejo de regurgitar. Hay en efecto toda una “filosofía” puericulta en esa relación entre un amanuense depresivo, que trabaja redactando las cartas de amor que los mortales comunes ya no pueden escribir, y el sistema operativo con voz de mujer del que se enamora y aprende lo único que le interesa: cicatrizar la llaga de un fracaso sentimental. Ni las locaciones a la Tokio, ni los pantaloncitos de tiro alto que usan todos los varones, ni las animaciones trazadas en el aire, ningún dernier cri futurista disimulará lo que Her es: un cuento estúpido de duelo y curación que funda su ideología sentimental en la fobia a una sola escena: la escena de coger. (Qué mal le hizo al mundo Lost in Translation.) Como no se coge, se habla, y todo lo que se dice (blando, tierno, comprensivo: una especie de corrección política hecha introspección y modales discursivos) pega tan bien con lo que se ve que ni escuchar ni ver son ya necesarios. Es una pena que haya imágenes en Her. Jonze habría ganado mucho haciendo lo que jamás hubiera podido hacer (porque ya lo hizo Marguerite Duras): una película ciega. Tuvo una idea: llamó a Scarlett Johanson, le sacó el cuerpo y le usó la voz, sólo la voz. Y la voz de Scarlett Johanson es una cosa muy seria. Esa voz (la voz de Samantha, la chica-sistema operativo) es lo único que nos mantiene despiertos a lo largo de toda la película. Pero tener una idea es fácil. Lo difícil (lo que sólo hacen los verdaderos artistas) es estar a su altura.

Malas palabras. Una sombra de claridad entra por la persiana (momento vampírico del insomne: es ahora o nunca, dormirse o morir) y se me cruzan restos de algo que leí en Libération sobre una ley que prohíbe el uso de la palabra “nazi” como insulto. Era común, parece, entre los políticos israelíes, llevar la mano a la cartuchera y desenfundar un “¡Nazi!” a la hora de cabrearse con un israelí de la bancada adversa. Preguntas. ¿Prohibir el uso de una palabra? ¿Hay algo a priori más ineficaz? Y, además, ¿por qué? ¿Por fidelidad a una experiencia histórica específica, única –el “nazismo verdadero”–, que debería ser preservada en su integridad original? ¿Para no bastardear esa experiencia con los males banales del presente? ¿No hay acaso nada en el mundo contemporáneo que merezca la palabra “nazi”? Aun con todos los peligros y paradojas que implica, ¿usar libremente la palabra “nazi” no iría más bien en el sentido de impedir que esa experiencia histórica se convierta en pieza de museo y se purgue de las conexiones que mantiene con el presente, que son las que la vuelven verdaderamente inquietante? De acuerdo, pero aun así todavía rumio: ¿qué hay de los que dicen que el autoritarismo de la Era K es “peor que el del régimen militar”? ¿Qué tal si –para preservar su sentido descriptivo original– prohibiéramos el uso insultante de la expresión “dictadura militar”?

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