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Domingo, 8 de junio de 2014
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ROJO Y NEGRO

Por Martín Pérez
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“A veces sale, cuando uno menos se lo espera.” Así fue como el diestro Daniel Montenegro intentó explicar ese zurdazo desde afuera del área con el que empató el partido del domingo pasado ante Instituto, que Independiente terminó ganando casi sobre la hora, y lo mantiene en los puestos de ascenso faltando una fecha para el final del campeonato. Pero la frase podría servir para resumir el final de la temporada para un equipo al que, cuando tal vez ya ni siquiera alguno de sus integrantes se lo esperaba, le empezaron a salir al menos algunas cosas.

Una semana después de aquel triunfazo en Córdoba, el Rojo tendrá esta tarde la posibilidad de finalmente dejar atrás la pesadilla que significó arrastrarse un año por el Nacional B, sin fútbol y sin mística, un vía crucis que apenas si les dio respiro a sus hinchas con cuentagotas: una jugada aquí, un gol por acá, y a veces con suerte apenas un resultado para aguantar hasta la fecha siguiente. Después, sólo sangre, sudor y lágrimas. Una enumeración que jamás mencionó, pero tranquilamente podría haber prometido el estoico Omar De Felippe, cuya cabellera ya totalmente canosa antes de asumir como técnico anticipaba cómo íbamos a terminar el año todos los hinchas del Rojo.

Un año atrás, cuando llegó al inevitable final un manoseado descenso tan anunciado por una larga sucesión de dirigentes ineptos, técnicos inútiles y jugadores en decadencia, me preparé para una larga temporada vacía en la que no habría triunfos que celebrar, ya que de concretarse serían supuestamente evidentes, ante equipos del Nacional B. Y en la que cualquier derrota, por la misma razón, sería doblemente dolorosa. Como aquella película en la que un niño aseguraba ver gente muerta, empecé a ver escudos de Independiente por todos lados, orgullosamente llevados en el pecho de algún equipo de gimnasia o colgando en el fondo de los negocios. Al mismo tiempo, absurdamente, descubrí que cada taxi en el que me subía parecía ser conducido por un hincha de Racing.

Me considero un simpatizante civilizado de Independiente, no sólo habituado a interactuar con amigos de la Academia, sino también con una sufriente madre de Racing que se ha pasado toda la vida en medio de una familia del Rojo. Así que cada vez que me encontré ante la cruel y repetida sorpresa del conductor académico, hice lo único que se podía hacer: intentar no sacar el tema. Mi mujer, en cambio, harta de un año de caras largas durante el fin de semana, disfrutaba preguntando por equipos y enemistades históricas.

Pero mi vaticinio del año en blanco terminó quedándose corto y el suplicio del mal juego, que fue una constante durante la temporada del descenso, se prolongó también durante el ascenso. No hubo vacío, sino que se multiplicó el horror. Empecé a creer en la merecida existencia de una maldición a la que bien podríamos llamar “del paladar negro”. Nada que ver con la que seguramente cargamos luego de haberle robado un campeonato a Gimnasia para dárselo a San Lorenzo, hecho por el que estoy seguro algún día deberemos pagar. En este caso sería que la predilección del hincha de Independiente por el fútbol bien jugado nos condenaría a que sólo subiésemos jugando bien. Algo que, era evidente, no íbamos a conseguir este año. Y tal vez tampoco en varios más.

Muchas veces me pregunté qué sentido tenía ver partidos tan malos, celebrando rechazos, tapándome el rostro en cada corner en contra, pidiendo la hora casi desde el comienzo de cada tiempo. Tal vez simplemente ésa fuese, en realidad, la maldición del paladar negro. Para ahorrarme el suplicio, llegué a intentar una cábala tramposa, egoísta, que consistía en no tener que ver el partido para que a mi equipo le fuese bien. Pero pese a lo que digan los psicólogos y las parejas, resulta imposible engañarse a uno mismo. Así que ahí terminé, firme ante el televisor, preparado para sufrir escuchando los deleznables relatos del Bambino Pons, durante las dos largas ruedas del campeonato.

El primer partido que recuerdo haber sufrido solo ante el televisor fue, justamente, aquel empate heroico con Talleres de Córdoba que significó el título del Nacional 77. Tenía once años, no recuerdo por qué mi viejo no estaba en casa, pero nunca me voy a olvidar la angustia de no saber con quién compartir la injusticia de la derrota con un gol con la mano y los tres expulsados, hasta que Bochini frotó la lámpara y al final de una larga pared se escribió otra historia. Muchos años futboleros y soledades televisivas más tarde, la del domingo pasado apenas si tuvo que ver con la gentileza de no querer arruinarle el domingo a nadie que no sea de Independiente, y la pared de Montenegro fue breve, con Insúa, antes de ese zapatazo imposible.

“¿Todavía estás vivo?”, me mensajeó mi vieja, experta en tragedias deportivas, después del gol que más debo haber gritado en el año. Espero que hoy no haya tragedia, ni tampoco farsa, Marx no lo permita. De aquel supuesto paladar negro a los hinchas de Independiente sólo nos queda la maldición, y ojalá que el triunfo que nos separa del ascenso contra un equipo que no se juega nada –Patronato– no sea ni una cosa ni la otra, ni tragedia ni farsa, ni paladar negro ni maldición. Mi viejo dice que me hice de Independiente por los tiros libres de Pastoriza, y yo creo haber aprendido a ver fútbol esperando siempre los pases imposibles del Bocha, y anticipando los quites quirúrgicos de Villaverde. Sí, ya sé, imposible olvidarlo: son otros tiempos. Pero incluso en un año en el que ver a mi equipo en el ascenso fue como quedarse a ver lo que sucede después de un accidente, siempre hay cosas que a veces salen, cuando uno menos se lo espera. ¿No es cierto, Rolfi?

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