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Domingo, 3 de agosto de 2014
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Fan Un fotógrafo elige su imagen favorita: Diego Guerra y El ahogado, de Hyppolite Bayard

LA MÁQUINA DE ROBAR EL CUERPO

Por Diego Guerra
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Es uno de los primeros autorretratos fotográficos de la historia. También es el retrato de un muerto. Semidesnudo y con los ojos cerrados, el cuerpo de un hombre se apoya contra una pared de la que cuelga un sombrero de paja. Tiene las manos y la cara ennegrecidas por el sol y una manta sobre las piernas.

Es uno de esos hits de la historia temprana de la fotografía que, como la Ventana de Le Gras de Niepce o la vista del Boulevard du Temple de Daguerre, están en todos los manuales de historia, desde Beaumont Newhall en adelante. Como muchos de mis colegas, me topé con él durante mis primeras lecturas sobre el tema, cuando ni siquiera sabía que mis intereses como investigador se enfocarían en las representaciones fotográficas de la muerte. Y ya entonces me llamó poderosamente la atención.

Su autor es Hippolyte Bayard, un pionero de la técnica fotográfica que reclamaba del Estado francés un reconocimiento simbólico y económico equivalente al obtenido poco antes por el inventor del daguerrotipo. Respuesta burlona a la indiferencia de los funcionarios, el 18 de octubre de 1840 la imagen circuló entre los miembros de la Academia de Ciencias con este texto al dorso: “El cadáver que ven ustedes es el del señor Bayard, inventor del procedimiento que acaban ustedes de presenciar (...). La Academia, el Rey y todos aquellos que han visto sus imágenes (...) las han admirado como ustedes lo hacen ahora. Esto le ha supuesto un gran honor, pero no le ha dado un céntimo. El gobierno, que dio demasiado al señor Daguerre, declaró que nada podía hacer por el señor Bayard y el desdichado decidió ahogarse. ¡Oh veleidad de los asuntos humanos! Artistas, académicos y periodistas le prestaron mucho tiempo su atención, pero ahora está en la morgue desde hace días y nadie lo ha reconocido ni reclamado. Damas y caballeros, mejor pasen ustedes de largo por no ofender su olfato, pues, como pueden ver, el rostro y las manos del caballero comienzan a descomponerse”.

Firma: Hippolyte Bayard.

En una sola imagen, un guiño simultáneo a varias prácticas centrales de la sociedad francesa de su tiempo: desde las grandes exhibiciones públicas de los cadáveres de mártires revolucionarios y sus correlatos en la pintura –recuérdese el Marat de David– hasta la presentación de cuerpos NN en la morgue de París, o los retratos fotográficos post mortem difundidos desde esos años por Europa y su zona de influencia, Argentina incluida.

Pero hay más. Cuando la técnica fotográfica está dando sus primeros pasos, Bayard produce una imagen plena y explícitamente consciente de su carácter ficticio. Un cuerpo desnudo con los ojos cerrados que busca el límite del retroceso de la (naciente) adocenada artificiosidad del retrato de estudio. Todos iguales, todos con el mismo traje, en la misma pose, mirando a cámara. Bayard no mira y se expone a la mirada, como los habitantes de la morgue. Y asume la palabra –manuscrita, artesanal– para, en una misma frase, ratificar su identidad, su autoría... y su muerte. La fotografía se clava el puñal en la espalda con la misma mano que destapa el obturador.

Si algo me fascina de las fotografías póstumas es precisamente el modo en que llevan al límite la representación de la subjetividad humana. ¿En qué lugar de la mirada, del cuerpo, de la postura, de los rasgos, está el sujeto? ¿En qué punto dejamos de ser nuestra máscara, qué pedazos de piel se lleva la máscara si la arranco y qué cuenta de mí la piel de mi cadáver pegada a un papel que circula entre los asistentes a una reunión científica donde se discute el mejor procedimiento para copiar el pellejo arrancado de las cosas-como-son?

Una buena parte de la historia de la fotografía se cifra, se interroga y (mal que mal) se responde en esta imagen.

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