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Domingo, 10 de agosto de 2014
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FAN Una actriz elige su película favorita: Carolina Martín Ferro y El corcel negro, de Carroll Ballard.

CABALLO SALVAJE

Por Carolina Martín Ferro
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Hay una película que se debe haber pasado un promedio de tres veces por semana en mi casa familiar durante seis años más o menos. Es la película que más veces vi con atención o de fondo, mientras jugaba a otras cosas. Un VHS grabado de El corcel negro. Cuando me propusieron escribir esto, casi con resignación supe que iba a tener que hablar de esta película. Inevitablemente.

Un chico viaja con su padre en un barco desde el norte de Africa hacia Estados Unidos. El padre juega a las cartas y apuesta con unos jeques árabes y otros pasajeros. En el barco también viaja, como un tesoro, un caballo árabe negro azabache hermoso, misterioso y salvaje. El caballo es bravísimo, parece enojado, continuamente da patadas, el barco le queda chico... Por alguna razón que ahora no recuerdo, el barco se incendia y todos mueren, menos nuestros dos protagonistas, por supuesto: el corcel y el chico. Aparecen exhaustos en una playa de una isla perdida. Solos, solísimos. Uno entiende entonces que el caballo le salvó la vida al chico, que llegó a la costa agarrado de sus crines. La película trata de la amistad entre ellos. Muestra cómo lentamente el chico va ganando la confianza del caballo que al principio se muestra indomable, cómo se va acercando, acariciándolo y cómo con mucho trabajo logra amansarlo para finalmente galopar como locos en la playa y nadar en el mar y volverse inseparables. En la segunda parte de la película los rescatan y comienza otra aventura en el mundo civilizado.

Los caballos ocupan en mi vida un lugar fundamental desde siempre. Mi padre es entrenador y veterinario de caballos de carrera, antes que él, mi abuelo tuvo caballos; mis tíos son carreristas, mi hermano se convirtió también en entrenador. Una familia turfística al extremo, sólo faltaba que yo me convirtiera en jocketa, pero nada más lejano a mis posibilidades. Para graficar esta pasión va el siguiente ejemplo: el juego familiar se llama Carreritas y es un mantel gigante con la pista del hipódromo dibujado con casilleros, donde caballos de plomo con jockeys con chaquetillas pintadas con los colores de los studs más importantes van avanzando con los números de dados que cada jugador va sacando. Parece sencillo, pero no: uno puede cerrarse o abrirse para molestar al que tiene al lado o mejorar su propia posición y cuando lo desee puede dar “fustazos” que son fichas que valen casilleros extra –cada caballo tiene un número asignado de fustazos que depende de la posición de largada, aquel que larga de afuera tiene más fustazos porque si no logra cerrarse deberá recorrer más casilleros en el codo–. Una cantidad de reglas hacen que sólo un entendido del turf pueda jugar. Este es el juego familiar, primos, tíos, abuelos, padres, madres juegan a las carreritas. Tanto que hasta existe un registro de los resultados de las carreras familiares de los últimos quince años.

Muchas mañanas de mi infancia las pasaba en el stud de mi papá que está dentro de la villa hípica en San Isidro. Ahí estaban los caballos que él entrenaba en sus boxes. Ibamos con mi hermano, tres años menor y les dábamos azúcar, los acariciábamos, les hablábamos y participábamos de la rutina de ese lugar tan particular. Los caballos entrenaban en la cancha, nadaban en la pileta, les cambiaban las herraduras, los peinaban, los cepillaban y así. Mi hermano y yo teníamos siempre un preferido, pero intuyo que la elección de cada uno era diametralmente opuesta. El prefería aquellos que ganaban en la pista, los que pintaban para pingos, las estrellas. Yo elegía a los perdedores. Cada uno establecía un vínculo personal con el preferido, le hablábamos, lo malcriábamos. Queríamos descubrir si el caballo nos reconocía, si habíamos encontrado a nuestro corcel negro. De alguna manera era como intentar reproducir la película, queríamos ser importantes para un caballo. Para nosotros, ellos ya lo eran.

Con el paso de los años cada vez fui menos al stud y al hipódromo, y en mi adolescencia incluso llegué a renegar de la actividad. Salí a buscar otros mundos, lejos del familiar, y en ese camino afiancé mi pasión por el teatro. Hoy no paro de encontrar similitudes entre estas dos actividades y sé que El corcel negro es mi película de la infancia... y la infancia es, en definitiva, ese lugar al que siempre queremos volver por un rato. Ante la típica pregunta infantil “¿qué te llevarías a una isla desierta?”, hoy y siempre elegiría un caballo.

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