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Domingo, 7 de septiembre de 2014
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AMOR AMARILLO

Por Sergio Marchi
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Cada periodista que se dedica a una actividad específica termina repitiendo entrevistas a referentes o personalidades destacadas dentro de esa actividad. Es decir, hay tipos a los que uno sabe que terminará entrevistando... de nuevo. Esto permite prepararse mejor, pero también anticiparse a la sensación de la charla a producirse. Y en estas horas tan de torbellino tras la muerte de Gustavo Cerati, y sin querer arrogarme un grado de amistad que sería irreal, yendo directamente al núcleo de lo humano, lo que más recuerdo de él es que era el entrevistado ideal. No sólo porque era fácil para la conversación, un artista interesante y bien articulado con las oraciones, sino porque Gustavo tenía una calidez muy especial como ser humano. Gustavo era el mismo con el grabador prendido que con el grabador apagado; no impostaba, no se ponía en pose, ni cambiaba de lenguaje. Conversar con él era una delicia, porque era de los pocos tipos que pese a hacer miles de entrevistas que, i-nevitablemente, tenían muchísimas preguntas en común, se las arreglan para decir cosas diferentes en cada una de ellas y sin penetrar en la contradicción. ¡Carajo, qué era lindo entrevistarlo!

Siempre discutíamos de música y siempre tenía algo bueno que recomendarte. Confieso que su opinión (y la de Charly García) era la primera que buscaba en esos viejos listados de fin de año donde los músicos establecían sus preferencias sobre lo que habían escuchado en la temporada. Y si bien amé a los High Llamas, de los que me compré toda su discografía, no me convenció con los Hot Chip. “Para que veas lo fanático que soy –me dijo–; una noche después de tocar en River, sin cambiarme, así nomás, vestido de Soda Stereo, me fui a Crobar a ver un show de ellos que transmitían vía satélite.”

O sea, que no conforme con haber hecho saltar a una multitud en 2007, haberse tocado todo, haber bajado unos cuantos kilos durante la performance, Gustavo quería más música. Eso es lo que yo llamo amor a la música. Cualquier otro músico hubiese preferido un momento de relax, solo, acompañado, con su familia o con sus compañeros. Pero Gustavo no: su pasión musical no conocía límites.

Una noche he sentido miedo a su lado, por su violencia física. Afortunadamente, no era yo el objeto de ésta, ni tampoco algún otro ser viviente. Fue en la grabación del primer disco de Los Siete Delfines, la banda de Richard Coleman, en la que Gustavo oficiaba de productor. Empeñado en encontrar un sonido particular para la viola de Richard, sonido del que él no tenía la menor idea de cuál podía ser pero cuya existencia o no estaba dispuesto a verificar, zamarreaba con furia lo que se conoce como “pachera”; una suerte de interconector de cables, parecido a una vieja central telefónica. Y Gustavo era el telefonista loco, que sacaba y ponía cables en los agujeros, y no conforme con eso, los sacudía frenético, con una energía desmesurada para el material en cuestión. No recuerdo si encontró o no ese sonido, pero la imagen que me vuelve en estas horas es la de su cabeza enrulada haciendo headbanging mientras acogotaba a un cable inocente (y mis piernas recogidas de terror, como si fuera una mina aterrorizada por una rata).

Esa misma energía, Gustavo la puso a lo largo de su carrera. Pese a que su música podría dar una impresión de gelidez, Cerati era un tipo sumamente caliente y temperamental. Así lo recuerdo en un show demoledor que hizo Soda Stereo en Paraguay en el año 1988, donde parecía U2 con sangre italiana; o en el escenario de Club Buenos Aires, donde presentó el majestuoso Fuerza natural.

Cuando Soda Stereo todavía podía ser considerado un grupo nuevo y un poco plástico, grave error de juicio de los rockeros ya instalados, fue Federico Moura el que desde un reportaje alertaba sobre lo caliente que podía ser la guitarra de Gustavo. “Hot” fue la palabra que usó Moura, pero no “hot” en el sentido de “en boga”, sino con la temperatura de un río de lava. Soda mismo era un grupo caliente: los tres derrochaban fuego. En esta hora, donde todos lloramos a Gustavo, no hay que olvidarse de los dos mosqueteros que pelearon a su lado: Zeta Bosio y Charly Alberti, los cimientos de ese edificio en el que Gustavo oficiaba como “arquitecto del sonido”, tal cual lo definió hace pocas horas Charly García, con quien se quisieron muchísimo.

Gustavo fue un chico de barrio que hizo carrera grande, y como tal generó celos y envidias. Fue de esos compañeros de colegio que tenían los mejores promedios, pero a los que rara vez se los veía estudiando. Su inteligencia era natural y poderosa; su vocación también. No se lo veía en manada, pero sí en familia. Tenía todo por delante porque tenía el talento, las fuerzas y las ganas. Además de la enorme pérdida humana, habrá que resignarse a que no habrá música nueva de su parte. Las dos cosas, hoy, me resultan intolerables.

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