UNO Hay personas que todos los años viajan al Vaticano o a La Meca para pedir o para agradecer. Otros optan por internarse en un spa para asĂ intentar conjurar el inevitable paso del tiempo. Y hay muchos que –más o menos cada doce meses, en lo que puede ser considerado otra de las tantas formas de la fe– acuden expectantes a ver la nueva pelĂcula de Woody Allen. Son los que ordenan sus vidas –tanto en lo trascendente como en lo superficial– remontando el rĂo de sus pelĂculas: “Estuve con ella desde Ladrones de medio pelo hasta La maldiciĂłn del escorpiĂłn de jade; no fue un gran amor” o “Llevo escribiendo esta novela desde Manhattan; no creo que la termine nunca”. Para todos ellos llega ahora, puntual, Melinda y Melinda.
DOS Y buena y mala noticia. Primero la mala: Melinda y Melinda es una de esas pelĂculas de Woody Allen sin Woody Allen. Es decir: Woody Allen no actĂşa en ella y, sĂ, esa sensaciĂłn de que te sirven un buen martini pero sin aceituna. La buena noticia es que Melinda y Melinda es –pese a la ausencia de su dueño en el reparto– la mejor y más redonda y más claramente woodyallenesca pelĂcula en mucho, mucho tiempo. Es su mejor film desde aquel en que un hosco Sean Penn se convertĂa en un todavĂa más hosco guitarrista de jazz. Pero Ă©sa, digámoslo, no era la tĂpica pelĂcula de Woody Allen. La tĂpica pelĂcula de Woody Allen tiene la obligaciĂłn de moverse por las calles de Manhattan y debe ocuparse de los asuntos del corazĂłn y del cerebro sin tener muy claro dĂłnde termina uno y empieza el otro.
Y Melinda y Melinda es la pelĂcula que, por fin, permite a los fieles confesar que los Ăşltimos films del director no estaban mal pero que, tambiĂ©n, no eran más que bosquejos fáciles donde un Ăşnico y cĂłmodo gag se alargaba casi hasta el agotamiento. Ya saben: ladrones que triunfaban como fabricantes de galletas, director de cine que se queda ciego, personajes bajo la influencia de la hipnosis... Digámoslo ahora, seamos sinceros: eran pĂ©simos.
Melinda y Melinda es todo lo contrario: es imprevisible en su discurrir y es, además, dos pelĂculas al precio de una. Dos ejercicios sobre el mismo personaje en una pelĂcula donde los pianos funcionan como instrumentos de seducciĂłn. Dos Melindas ensambladas como Yin y Yang y –si las pelĂculas de Woody Allen se pueden definir como cuentos (La rosa pĂşrpura del Cairo) y novelas (Annie Hall)– entonces Melinda y Melinda opta por el contrapunto de ese formato sĂłlo para maestros al que Henry James se referĂa como “la querida, la bendita nouvelle”. En Melinda y Melinda, un nombre de mujer y una historia se repiten (todo el asunto está estructurado dentro de una charla de intelectuales del Upper East Side que recuerda un poco al mecanismo que contenĂa y daba forma a la tambiĂ©n agridulce Broadway Danny Rose) para exponer con inteligencia una teorĂa y una práctica de las propiedades y aplicaciones de la tragedia y de la comedia.
TRES Y, claro, se vuelve a polemizar sobre ese inevitable y justo lugar comĂşn: quĂ© es más artĂstico y/o preferible, ÂżreĂr o llorar?
En Melinda y Melinda se rĂe mucho y se llora demasiado mientras se cuenta y se recuenta la odisea de esta “mujer complicada” iluminada por las luces de la comedia o eclipsada por las sombras de la tragedia. AsĂ, Melinda y Melinda puede ser considerada la hermana pequeña pero muy lista de esa trilogĂa dorada –y acaso ya insuperable– que conformaron Hannah y sus hermanas, CrĂmenes y pecados y Maridos y esposas. Como aquĂ©llas, Ă©sta se alza sobre una trama coral. Y –como en su inmediatamente anterior La vida y todo lo demás, una especie de Annie Hall revisitada en los rostros de Jason Biggs y Christina Ricci– abundan los rostros jĂłvenes que hacen pensar en que Allen se ha propuesto seducir a una nueva generaciĂłn y fundar una nueva dinastĂa de neoyorquinos neurĂłticos que, como los apĂłstoles, difundan el retorcido evangelio de sus vaudevilles donde las parejas y las fobias siempre están cambiando de forma y de intensidad. “A la gente le gusta ver jĂłvenes románticos... Yo ya no sirvo para eso”, explicĂł el director no hace mucho.
AsĂ, la australiana Radha Mitchell, quien suplantĂł a Winona Ryder, es un deslumbrante hallazgo. CloĂ« Sevigny da el punto justo de ambigĂĽedad moral a su joven e insatisfecha esposa de Park Avenue y, en lo personal, debo decir que me pone los nervios de punta y despierta en mĂ una enfermiza agresividad y tal vez Ă©sa sea exactamente la idea. Amanda Peet vuelve a demostrar que es orgullosa dueña de la más divertida de las bellezas. Y a Will Ferrell, pobrecito, le toca –como alguna vez le sucediĂł a John Cusack o a Kenneth Branagh– el incĂłmodo papel de “hacer de Woody Allen”. Lo que no es sencillo porque, se sabe, Woody Allen hay uno solo por más que haya muchas pelĂculas de Woody Allen con o sin Ă©l. La prĂłxima –ya ha sido anunciado, actĂşan Brian Cox y Scarlett Johansson– transcurrirá en Londres y se meterá en los ambientes de las galerĂas de arte. DespuĂ©s –Allen ya lo ha insinuado, y está claro que con cuatro años más de Bush el director se sentirá más cĂłmodo rodando en y por la Europa que lo adora– quizá plante su cámara en Barcelona. Pero Ă©sas son otras pelĂculas, otras variaciones sobre un mismo tema.
CUATRO En Melinda y Melinda las dos historias que son una se mezclan y se reparten y a algunos les tocan buenas cartas mientras que otros pierden sin posibilidad de redenciĂłn. Una Melinda acaba en los brazos de su enamorado, otra termina en el suelo de un pent-house sacudida por las convulsiones del llanto y del fracaso sentimental. Y al final la moraleja de estas dos variaciones sobre una misma aria es obvia pero no por eso menos pertinente: estamos aquĂ por poco tiempo y al otro lado no hay nada y, carcajadas o lágrimas, lo importante es vivirlas a fondo. Del mismo modo en que se vive –en la encandilante oscuridad de un cine– una pelĂcula llamada Melinda y Melinda.
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