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Domingo, 11 de febrero de 2007
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El que tira la primera piedra

Diamantes de sangre, la otra película sobre los conflictos en Africa y la campaña de moda que se viene: no a los diamantes que financian guerras.

Por Mariano Kairuz
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Blanco sobre negro: atras de Whitaker el doctor (interpretado por James McAvoy) que se convierte en el principal asesor de Amin, cumpliendo con el papel del clasico testigo blanco que Hollywood necesita para “explicar” todo conflicto africano.

Diamante de sangre es la última expresión del ataque de conciencia que el jet set y el mundo del espectáculo sufren por el tráfico de los llamados conflict-diamonds africanos. Esto es, por las piedras preciosas que desde fines de los ’90 se usan para financiar la compra y venta de armas y, de ese modo, las guerras que desgarran el continente.

Buena parte de la crítica norteamericana identificó a la película ambientada en la guerra civil de Sierra Leona entre 1992 y 2001, como un exponente de cine de acción que, con recursos narrativos gastados e inverosímiles, intenta vender a un público lo más amplio posible sus buenas intenciones. Primero las pieles, ahora las joyas: en un movimiento que puede recordar un poco a cuando quince, veinte años atrás, las superestrellas del cine se sumaban a las filas del activismo antipeletería, ahora Leonardo DiCaprio —que interpreta a un mercenario zimbabuo— y Djimon Hounsou —como una víctima del Frente Unido Revolucionario, que lo ha secuestrado y forzado a trabajar en las minas— se cargan al hombro una de esas películas-denuncia que, un poco como las de Michael Moore y Al Gore pero desde la ficción, cierran con una apelación directa del tipo: “Usted, espectador, puede hacer algo para cambiar esta situación” y “Exíjale a su joyero la garantía de que las piedras que le está vendiendo no son diamantes de conflicto”.

La película no tiene muchos defensores (todo apunta, temiblemente, hacia la absurda redención del personaje de DiCaprio), pero en todo caso lo que se ha puesto en duda es su pericia narrativa, no sus intenciones. DiCaprio y Hounsou están nominados al Oscar por sus actuaciones, y el estreno obtuvo el aval de Amnesty Internacional.

También es cierto que el estreno tuvo su efecto: calculado para principios de diciembre, en vísperas de las grandes ventas navideñas de las principales joyerías, la gigantesca De Beers (empresa con base en Johannesburgo que en el film aparece aludida con el nombre apenas camuflado de Van Deer Kaap) publicó una campaña para contrarrestar la mala publicidad que podría reportarles la película. Aparentemente, el World Diamond Council, un grupo que nuclea a las principales firmas del negocio, pidió a la producción de la película un descargo con el objetivo de dejar bien en claro que los hechos que narra la película corresponden a 1999 y que las cosas han cambiado desde entonces. La película ocurre cuatro años antes de la instauración del Kimberley Process, un código internacional impulsado por Global Witness y otras ONG y avalado por la ONU, por el cual los gobiernos suscriptos debe certificar que los cargamentos de diamantes que salen de Africa provienen de fuentes “libres de conflicto”. Pero se sabe que el Kimberley Process está lejos de haber detenido el ingreso de diamantes “de sangre” en el circuito legal de comercialización.

Durante la première mundial de la película de Zwick, la buena conciencia se multiplicó: a Leonardo DiCaprio se lo citó diciendo que de ahora en más prohibiría a sus parejas vestir joyas; Jennifer Connelly aseguró que los aros con los que se presentó en la gala fueron provistos por Bulgari con todas las garantías legales de las que se dispone; y tanto ella como el director Edward Zwick participaron de institucionales de Amnesty y Global Witness. Además, equipo y reparto iniciaron un fondo destinado a paliar urgencias materiales en los pueblos de Mozambique en los que filmaron. Fue Hounsou quien aportó una perspectiva más equilibrada, aclarando que la película no se propone ser “propaganda contra el uso de diamantes” y que él los usaría “ya que son un recurso primordial de la economía de muchas naciones africanas”. Pero, para el momento del estreno, la relación entre la película y la industria joyera ya había devenido en una suerte de guerra sucia: según un artículo publicado en The New York Post, se acusó a la producción de la Warner de haber faltado a su promesa de proveer prótesis para todos los niños africanos mutilados a los que utilizaron como extras en la filmación, y se habló de una presunta postergación de la ayuda prometida hasta diciembre, con la intención de utilizarla para fortalecer la campaña promocional del estreno. Pero, a la fecha, la ayuda sigue postergada.

Controversias, nominaciones y avales oficiales tal vez hayan corrido el foco del hecho de que Diamante de sangre no deja de ser la mirada de Hollywood, extrañada y por momentos horrorizada sobre un mundo que básicamente sigue sin conocer, encarnada en la improbable periodista que interpreta Connelly, que sabe que ningún artículo que escriba sobre los diamantes manchados cambiará la situación, pero que no termina de tomar conciencia de que probablemente una película de mensaje político y humanitario disfrazada de cine de acción tampoco lo hará.

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