Las puertas giratorias. La cola frente a la boleterÃa. Las entradas enrolladas. Preocuparse (mucho) si estaba el terrible cartelito ese que advertÃa de problemas en cuanto al estado de la copia a proyectarse. La cuidadosa lectura del programa (porque los programas del San MartÃn –a diferencia de los de los imberbes y escuálidos programas de otros cines– se leÃan cuidadosamente y, supongo, se siguen leyendo y hasta coleccionando) donde se nos advertÃa de las maravillas no sólo de la pelÃcula de ese dÃa sino de las que se nos habÃan pasado (pero que tarde o temprano serÃan reprogramadas en algún futuro ciclo) y de las que todavÃa podÃamos llegar disfrutar. El cruce del hall hasta la otra cola. Apostar mentalmente cuál ascensor te iba a tocar. Ganar. Perder. No importa. Ascender y llegar. Al cielo. Buenos Aires desde ahà arriba. La alfombra. Las paredes tapizadas de madera (si mal no recuerdo). La butaca favorita en la fila de siempre. Sacarse el sobretodo y la bufanda (adentro siempre es otoño o invierno). Comprobar en silencio si habÃa venido o no esa chica (igual a Melody, la chica inglesa más argentina jamás filmada) a la que nunca se le dirigió la palabra pero con quien se mantuvieron tantas conversaciones imaginarias y perfectas y, sÃ, cinematográficas. La pelÃcula. La Obra Maestra. Salir. Bajar por las escaleras (a veces corriendo). Volver a casa previo paso por alguna librerÃa, para asà volver a empezar.
Empecé a ir a la Sala Leopoldo Lugones del San MartÃn a la edad en que otros empiezan a ir a la plaza. Primero con mis padres. Después mis padres me dejaban en la entrada y me recogÃan a la salida. Luego, casi enseguida, al fin solo.
AhÃ, a los nueve o diez años, vi por primera vez Citizen Kane. ¡Rosebud era el trineo! Las últimas veces que pasé y vi luz y subà –1998, 1999– fue por varias de Nanni Moretti y una de Alain Resnais donde todos cantaban. La efeméride, sin embargo, me hace recordar la sala mucho antes, con la mirada de un niño anciano, un poco como si se tratara de esa especie de hotel cósmico al final de 2001: Odisea del espacio desde el que se contempla, como proyectado, el milagro de la Ãnfima existencia propia de espectador compaginada con todas esas vidas enormes en blanco y negro y en colores y en tantos idiomas –a veces un poco en mal estado, rayadas o con saltos pero, aun asÃ, inmortales– de todos esos astros y estrellas, delante nuestro, en la inaccesible pantalla, pero al mismo tiempo tan cerca.
AhÃ, siempre, nuestras vidas –elevadas por esa luz que nos hacÃa subir más alto– siempre fueron y seguirán siendo de pelÃcula.
Muchas gracias por eso.
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