Por más que me esfuerce, no logro recordar con precisión cuál fue la primera pelÃcula que vi en la Lugones. De algo estoy seguro: era un programa dedicado al cine cómico mudo, probablemente a Chaplin o a Keaton. TendrÃa unos nueve o diez años y supongo que habÃa ido de la mano de mi padre. Pero si alguna imagen me ha quedado de esa tarde en blanco y negro, que quizás fabulo, es la de unos policÃas de casco ridÃculo, uniformes fuera de talle y enormes bigotes, que corrÃan desaforadamente y se caÃan de unos autos que parecÃan bañaderas con ruedas. Después lo supe: eran los Keystone Cops, un improbable cuerpo de policÃa que Mack Sennett habÃa creado como una de las formas simples de la felicidad.
Unos pocos años más tarde –esto sà ya tiene contornos más definidos– vi Horizontes perdidos, de Frank Capra, en un ciclo dedicado a los premios Oscar. El programa de mano, elegante, venÃa adornado en su tapa con la estatuilla de la Academia. Yo estaba solo, sentado en la última fila, y la sala estaba llena. Creo que era un domingo. Inmediatamente, la pelÃcula me cautivó: esa China de utilerÃa, en pleno fervor revolucionario, evocaba el misterio y la aventura; el accidente de avión prometÃa una travesÃa inesperada por el Himalaya; y detrás de esas montañas de cartón esperaba Shangri-La, un mundo ideal, un paraÃso en la Tierra. Como el protagonista de la pelÃcula –que preferà guardar en la memoria: nunca más la volvà a ver– yo también aprendà que los mundos perfectos no existen. Pero siento que desde aquella noche, de alguna manera, me quedé a vivir en las alturas tibetanas de la Lugones, como si fuera mi secreto Shangri-La.
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