Si alguna vez, en este paÃs, un poeta llamado Lugones, a quien excesivamente se llamó "poeta nacional", dijo, en el Aniversario de la Batalla de Ayacucho, en 1924, que habÃa sonado –"para bien del mundo"– la hora de la espada, en la Sala Lugones, siempre que nos dábamos una vuelta por ahÃ, nos metÃamos en un ascensor del Teatro San MartÃn, donde ella, la sala, estaba, y subÃamos al décimo piso, se hacÃa oÃr para nosotros, como una clarinada feliz, la hora del cine. No habÃa videocaseteras, ni DVD ni CD ni computadoras. El mundo del vértigo, del atolondramiento comunicacional estaba lejos y cuando una pelÃcula se habÃa estrenado adiós, se iba, residÃa en el pasado y ya no regresaba jamás, salvo en algo que se llamaba "reestreno en copia nueva", algo que era dolorosamente improbable. Uno le decÃa a otro: "¿No viste Vivir su vida? "No". "Qué lástima, te la perdiste." Y asà era: uno se la habÃa perdido. "¿No viste Misión de dos valientes, la última de John Ford?" "No." "Bueno, te la perdiste, flaco."
Durante los cincuenta, la Metro decidió hacer una retrospectiva. En copia nueva reestrenaba siete pelÃculas. Una por semana. Ahà vi Lo que el viento se llevó. Y vi La dama de las camelias, porque mi vieja me llevó. Y vi MotÃn a bordo, con Clark Gable, Charles Laughton y Franchot Tone, porque ni loco me la hubiera perdido. De esta pelÃcula hicieron luego dos remakes: el papel de Clark Gable (el del valeroso amotinado Fletcher Christian) lo interpretaron primero Marlon Brando y luego Mel Gibson. En un episodio de esa serie formidable que fue The Kids in the Hall se veÃa a un tipo vendiendo zapatos. Le calzaba uno a un cliente y miraba a cámara. Satisfecho. decÃa: "No sé si ustedes recuerdan a Fletcher Christian. Fue un marinero que se rebeló contra el Capitán Blight y la pasó muy mal. Murió a los treinta y siete años. Después, en el cine, lo hicieron Clark Gable, Marlon Brando y Mel Gibson. Pero, ¡se murió a los treinta y siete años! Yo, en cambio, voy a estar aquà hasta los noventa vendiendo zapatos".
Después de las "retrospectivas" –que eran por completo inusuales– empezaron a aparecer salas que daban "pelÃculas viejas". Buenas, excelentes, formidables "pelÃculas viejas". Entre ellas estaba la Salita Lugones. También la Cinemateca Sha y la Salita SEC (Sindicato de Empleados de Comercio). Cada una tenÃa su particularidad. En la salita SEC siempre aparecÃa un flaco erosionado por el tabaco, un poco torcido hacia la derecha, con voz de disco viejo y rasgado impiadosamente por su púa y se ponÃa a hablar. Era increÃble. El tipo hablaba mal de las pelÃculas que presentaba. Una vez presentó una de Gary Cooper (Eco de tambores, creo) y dijo: "Bueno, lo que hoy van a ver no vale mucho, por no decir nada. Gary Cooper está tan mal como siempre. Los indios pierden. Y los del Ejército llegan y los matan. No dejan uno vivo. La dirigió Raoul Walsh, que es un director mediocre. Que hizo pelÃculas por encargo tan malas como El capitán Blood y El caballero audaz, las dos con Erroll Flynn, que era peor actor que Gary Cooper y, además, borracho". Nosotros nos quedábamos helados. No sabÃamos si levantarnos e irnos o ver la porquerÃa que el flaco en falsa escuadra nos habÃa preparado. Pero, en general, si nos habÃamos tomado el trabajo de ir a la salita SEC es porque sabÃamos lo que querÃamos ver. De modo que un dÃa –desde la platea– le dije: "Usted no tiene derecho a amargarnos la función. Déjenos decidir a nosotros si la pelÃcula es mala o buena". El flaco me miró piadosamente, con un desdén sereno, resignado: "Si ustedes no saben nada de cine", dijo. "De dónde sacó eso." Se encogió de hombros: "Si supieran, no habrÃan venido". Y se fue. Tiempo después supimos que se murió de cirrosis. Lo reemplazó un pibe entusiasta, su perfecto reverso: todo lo que daba lo hacÃa feliz, encabritaba su goce. Desde El séptimo sello hasta Murieron con las botas puestas.
En el Sha las copias eran horribles. PonÃan un cartelito: "Estado de la copia: mediocre". Esto significaba que no se veÃa un pomo. Vi Bésame mortalmente, esa obra cumbre de Robert Aldrich, con Ralph Meeker haciendo de Mike Hammer y no me enteré de nada. Ni siquiera sabÃa por qué Hammer mataba tanta gente. Acaso no fuera necesario saberlo: si Hammer los mataba eran malos tipos. O peor: comunistas. Mi mujer, Bertotto, antes de conocerme, llevó a su hijo Nicolás muy pequeñito y no lo quisieron dejar entrar. Daban Vivir de Kurosawa. (¡Qué pelÃcula, eh!) Bertotto le rogó al boletero y al que cubrÃa la puerta de entrada. "Bueno, dele", le dijeron. "Gracias –dijo–, Kurosawa se lo merece." Una vez, la Cinemateca dio Ultimos dÃas del vÃctima. Se habÃa corrido una noticia inquietante: que los militares (serÃa el '83) la habÃan prohibido. ¡La de gente que habÃa! Estaba Alan Pauls, jovencito, con la misma sonrisa de ahora. "¿Quién te iba a decir cuando editaste esta novela que un dÃa iba a armar todo este despelote?" A la salida, me dice: "Suena divertido el cartelito ese que Adolfo (Aristarain) puso al final: Nada de esto tiene que ver con la realidad". La gente salÃa con la certeza de haber visto el fruto prohibido. No fue asÃ: los milicos no prohibieron la pelÃcula. No porque se hubieran vuelto más aperturistas, sino porque no la entendÃan o porque ni siquiera la habÃan visto.
La Lugones tenÃa mejores copias. Ascensor, entrada por la izquierda y salida por la derecha. Mucha oscuridad. TodavÃa se iba al cine por los dos esenciales motivos por los que siempre se fue: o para ver la pelÃcula o para apretar con la novia. Los que apretaban con la novia, atrás. Los otros, adelante. Como la sala no era muy grande algunos gemiditos nos llegaban a los que estábamos, ahÃ, cerquita de la pantalla. En la Lugones vi tantas buenas pelÃculas que me agotarÃa nombrándolas. Forma parte de la historia de todos nosotros. Vi Cuéntame tu vida. Vi La noche americana. Hasta cierta vez vi Un verano con Mónica. Y no bien vi las suequÃsimas tetas de Harriet Andersson que no habÃa podido ver de pibe, me dije: "¿Tanto lÃo por esto?". Ya habÃa visto cosas mejores a esa altura. Pero, debà reconocer, que de haberlas visto de pibe, habrÃa caÃdo en cama con fiebre durante una entera semana. Y con grandes beneficios: me habrÃa librado de unos cuantos dÃas de colegio y, entre las cumbres desorbitadas del termómetro, el calor de los sobacos y el sudor caliente que me humedecÃa la cara, me habrÃa visitado, en la realidad o en mis sueños enfebrecidos –lo mismo daba–, la mismÃsima, la imposible Harriet Andersson.
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