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Domingo, 20 de enero de 2008
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El Museo Penitenciario... en una cárcel

El lado de la sombra

Las cárceles serán sanas y limpias y adecuadas para la reeducación social de los detenidos en ellas”, afirma una placa de bronce colocada en el hall del edificio. Si esto fuera cierto, no habría razón para los escalofríos que produce recorrer el Museo Penitenciario. No hace falta conocer la situación actual de las cárceles, ni leer a Foucault, sólo caminar por estos gélidos pasillos y saber que allí funcionó una cárcel colonial. El edificio empezó a construirse en la primera mitad del siglo XVIII y fue Casa de Ejercicios Espirituales para Hombres, Centro Asistencial, luego Casa de Meretrices y mujeres abandonadas y luego directamente Asilo Correccional de Mujeres. En 1978 las damas allí recluidas son trasladadas a Ezeiza y la vieja casona se transforma definitivamente en Academia Superior de Estudios Penitenciarios y en 1980, Museo de la institución.

Más allá de lo consabidamente lúgubre de un museo sobre cárceles en nuestro país, el mismo edificio donde está ubicado, con su vejez horadada por tristes usos –meretrices, mujeres abandonadas y de ahí a correccional de todo lo anterior– habla por sí solo. Los recovecos descascarados, los cuartos donde no se sabe si es de día o de noche, narran el mismo encierro y la misma exclusión que las fotos y los objetos que se exponen para enseñarnos, con su extraña didáctica de museo policial.

En las habitaciones los objetos se acumulan con un orden vagamente temático. Sala de internos, sala de armas y uniformes, sala de mobiliario y fotografías, que también podría llamarse “sala pesadilla del delincuente”, con las paredes empapeladas de fotos y fotitos de cabos, sargentos y oficiales. En los pasillos fueron ubicados cerrojos y puertas de distintas fechas y cárceles, además de uniformes de guardianes y presidiarios de todas las épocas, desde el prototípico a rayas, hasta el de paño que llevaban los oficiales de la cárcel de Ushuaia, que impresiona por lo delgado de su textura.

Se exponen también elementos que fueron incautados, la clásica sierra que se había guardado dentro de otra cosa (un libro, un pan), un alambre ingerido por internos “para no cumplir sus sanciones y ser trasladados”. En una vitrina están los grilletes para pies utilizados hasta 1947, una fotografía de cómo se colocaban y, en un estante más abajo, una escultura de madera realizada por una reclusa, que consiste en un pie “cosido” con tachuelas y que evidentemente denuncia la crueldad de ese método de inmovilización. Sin embargo esta pieza está junto con las anteriores sólo porque comparten la temática “pie”.

Al final del recorrido se encuentra una de las mayores atracciones del museo: la reproducción de dos celdas, una de la cárcel del Cabildo de 1851 y una relativamente actual, tamaño real, con una evidente pretensión de objetividad, que hay que observar a través de imponentes rejas. En la escenografía de 1851, nada demasiado relevante. Anchas paredes coloniales enmarcan un espacio vacío y en el centro titila una lucecita roja que emula la tétrica luz de una vela. En la que oficia de calabozo actual, el panorama es otro. Hay una camita, un artefacto de baño, prolijas inscripciones en las paredes (“Dios me ama”) y, un poco escondida, creando una impensada puesta en abismo, una fotografía de una celda de verdad. La imagen es bastante conocida: una mínima habitación con las paredes completamente pintadas, probablemente por un recluso, con una técnica hiperrealista. La escena dibujada es paradisíaca, colores fuertes, un atardecer en el Caribe, delfines saltando alegres y palmeras que se pierden en un horizonte dorado. Pero claro, tanto el preso que hizo el fresco como el Museo Penitenciario están muy lejos del Caribe. Si el propósito del museo era transmitir la experiencia del encierro y la reeducación, falla. La mirada es espantada y las rejas tan gruesas nos obligan a hacerlo desde afuera.

Humberto 1º 378, miércoles, jueves y viernes de 14.30 a 17.30, domingos de 13 a 19.

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