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Domingo, 18 de enero de 2009
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Obama - Martin Luther King

Nadie conoce mi nombre

Por Sergio Kiernan
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El escritor James Baldwin: el verdadero hombre evocado por el contenido de los discursos de Obama.

Barack Obama no es Martin Luther King. Barack Obama habló como Martin Luther King durante la campaña porque el viejo pastor asesinado es recordado como un visionario de la unidad, un actor positivo, y todo político quiere parecer visionario y positivo. Pero en cuanto se descuida, en cuanto lo chucean, lo buscan y lo encuentran, Obama muestra que si tiene un tótem es el escritor James Baldwin. El complicado, tortuoso, homosexual, perceptivo Baldwin. El escritor negro que habló y habló del cuerpo.

Ya sabemos que Obama tiene una identidad complicada: es mulato –palabra inexistente en Estados Unidos, que lo considera simplemente negro–, hijo de un negro extranjero y una blanca norteamericana. Se crió en Hawai, el estado más lejano y el que tiene su propia etnia melanesia. Fue tempranamente abandonado por su padre africano y criado por una familia blanca y básicamente de mujeres. De esta rica sopa salió un abogado y un político que absorbió como una esponja los ’60 y los ’70, y entendió que para lograr ciertas cosas hay que ser complicado.

Por ejemplo, para ser el primer presidente negro en la historia de un país incapacitado de dejar cosas atrás. Mudarse a Estados Unidos impone aprender ciertas cosas: que uno es blanco, que otros no lo son, que de acuerdo con la cara de cada uno se termina de latino, de “europeo”, de asiático. Los argentinos sabemos terminar de “latinos” con apellido eslovaco o de “europeos” con apellido español. La imaginación no alcanza para entender lo que debe ser nacer metido en estos corrales mentales.

Cuando se empezaron a tomar en serio a Obama, los norteamericanos tuvieron dos reacciones. La primera fue decir que no era “suficientemente negro”. El tipo es un profesor de Derecho constitucional que se viste bien, es próspero, educado y elegante, y –muy importante en el mundo de habla inglesa– tiene un acento blanco. Obama era un tío Tom, un “coco”: negro por fuera y blanco por dentro. Esta reacción tuvo poca tracción porque cada vez que alguien veía a Obama, en vivo, en una foto, en televisión, al final lo que veía era un negro. Y los negros entendieron al toque que eso era lo único relevante. Así se llegó a la segunda reacción: que era demasiado negro. Por la corrección política del país, no se lo dijeron en la cara y usaron una comba, la de acusar a su pastor de Chicago de ser un nacionalista negro, un revolucionario resentido. Obama, que por años fue cada domingo a esa iglesia, quedaba pegadito por asociación con un fiero predicador que le echaba en cara los pecados al país.

El 8 de marzo del año pasado, Obama contestó este ataque con un discurso que prácticamente le ganó la elección y dejó a Hillary Clinton casi en la gatera. Y lo que hizo Obama fue no correr a cubrirse, no repudiar lo que decía su pastor y piensan tantísimos negros. Lo que hizo fue complicar las cosas.

Obama habló de su cuerpo y el de los suyos, explicando que él tiene sangre de africanos y de esclavistas, que su mujer tiene sangre de esclavos y de esclavizadores, que sus amadas hijitas tienen todas estas sangres. Obama explicó que en su iglesia se junta la madre desempleada con el médico, el adicto con el comerciante, el resentido con el trabajador, y que todos son su comunidad, su gente. Obama contó que en su templo “está toda la amabilidad y la crueldad, la inteligencia brillante y la ignorancia que choca, las luchas y los triunfos, el amor y, también, la amargura que forman la experiencia negra en Estados Unidos”. Y Obama contó que su abuela adorada, que lo amó como sólo te puede amar una abuela que te ama, era una señora que les tenía miedo a los hombres negros que paraban en la esquina y a veces usaba calificativos fáciles de imaginar. Y que lo hacía cuando llevaba de la mano a su nietito negro.

James Baldwin hubiera escrito varias novelas con este Obama. También hubiera dado una fiesta para conmemorar que su país, al que amaba y odiaba, se había movido de donde lo dejó en sus ensayos de los años ’60 y ’70, ensayos con nombres terribles como “Nadie conoce mi nombre” o “La próxima vez, el fuego”. Esta furia contradictoria y creativa la comparten Baldwin y Obama. Ya resultó en algunos de los libros más perceptivos e inteligentes que se hayan visto. Esperemos que también resulte en una política menos tonta, maniquea, más sutil.

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