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Domingo, 12 de abril de 2009
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Las desventuras del joven De Loof

Por María Gainza
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La escena de la película de Mitlag donde De Loof dibuja su monograma en la pared, inspirado en el signo $.

Sergio de Loof quema hojas y ramas secas en el patio de su casa. El lugar podría inaugurar un estilo en paisajismo: el jardín-basurero. Un páramo donde un banano exuberante y algunos helechos en maceta ofician casi como únicos recuerdos de vegetación. Y, sin embargo, uno encuentra que debajo de esa floricultura despojada hay una profunda armonía de diseño que ninguna flor de estación o parterre podría mejorar. Evoca esa combinación tan efectiva que De Loof ha denominado trash rococó, una contraconquista de las minorías: la glamorización de la pobreza, que señala paradójicamente, la pobreza del glamour.

Mientras el fuego arde a sus espaldas, De Loof vierte kerosene dentro de una botella. El líquido se torna rojo sanguinolento. Una cámara lo registra. Parece un proceso chamánico de purificación y transformación de energía. Es una de las escenas de Una historia del trash rococó, un exquisito documental de Miguel Mitlag filmado entre 1998 y 1999 y que ahora, finalmente, ha sido terminado.

El documental es una simbiosis maravillosa de mentes: la de De Loof, enardecida y profusa, y la de Mitlag, penetrante y precisa. Una observa a la otra y se detiene sobre imágenes y momentos con timing de golfista. Los ojos de Mitlag miran la habitación como un tiburón buscando su presa, y los detalles son para él ectoplasma y luminiscencia. La combinación da una de las historias más redondas sobre el arte argentino que se hayan realizado. Trata sobre la vida de un artista y sobre el talento pero también sobre las dificultades de producir arte en un país periférico y sobre cómo esa misma dificultad termina ineludiblemente delineando una política.

Las historias sobre artistas llevadas a la pantalla suelen ser desastrosas: plagadas de lecturas de la obra en clave biográfica y variaciones sobre la lucha del hombre contra el lienzo. Pero aquí la cámara se interesa por la creación más que por la intimidad de la persona y el director encuentra un ángulo desde dónde mirar al artista. El foco son los procesos de producción y la clave es el dinero.

Es el tema recurrente. Vacaciones truncas por cuentas que pagar, bares que se funden, cheques que no se cobran. Su relación con el dinero vicia su vida y, a la vez, es su motor. “Es la columna vertebral de mi pensamiento. Es de lo que hay que huir y a lo que hay que llegar. Me agobia. No puedo creer cómo tengo tanto adentro y tan pocas posibilidades de sacarlo”, dice.

También es el dinero lo que indica que Sergio De Loof es a Buenos Aires lo que Warhol fue a Nueva York. Ambos lograron reunir bajo un mismo techo la tilinguería del fashion, la frivolidad de la publicidad y la densidad del under (y a la vez, cautivar a esa especie inconformista que es el intelectual snob). Ambos hicieron de ese rejunte y de la noche una fiesta en loop y una performance generadora de estilos. Ambos pusieron lo berreta sobre un pedestal de mármol y, al hacerlo, rediseñaron la escenografía urbana. Y ambos se desvelaron por el dinero, sólo que Warhol logró encauzar su ansiedad en empresas redituables y De Loof, aun en sus emprendimientos más exitosos –bares, restaurantes, discos–, dejó escapar las monedas por sus bolsillos agujereados. Como si no lograra organizarse o como si en el fondo no lo quisiera del todo.

Puede que sea el grano de la película o la falta de iluminación pero la historia parece haber sido rodada durante días nublados. Lo que les termina dando a las escenas una sensación de baja temperatura: como si el ambiente estuviera destemplado o transcurriera todo en una atmósfera encapsulada. Mitlag logra capturar la vitalidad del artista con planos sencillos pero elegantemente extraños que recuerdan aquella fotografía de su autoría llamada Monumento marrón donde un living se volvía un espacio enrarecido. Las fotos de Mitlag, con sus ambientaciones austeras y preciosistas, llevan directo a De Loof, y lo brillante es que es una relación que poco antes hubiese parecido insospechada.

En cierto momento el documental registra el detrás de escena de la obra Skandal! Moda de cámara. Una superproducción en el Instituto Goethe que termina –fiel a la tradición deloofiana– deliciosamente atada con alambres. El paralelo que traza Mitlag entre el espíritu romántico de De Loof y las desventuras del joven Werther es un hallazgo de la narración.

Una historia del trash rococó parece también la vida de un moderno Leonardo da Vinci: un ser endemoniadamente talentoso, que leyó el tejido de su sociedad como nadie, lleno de proyectos heterogéneos y grandilocuentes, algunos exitosos y muchos otros no. Príncipe y mendigo, De Loof es uno de los artistas más honestos y menos especuladores –aun en sus instantes de máxima especulación– y eso parecería minarle la carrera. Aunque, por supuesto, la idea de una carrera en el arte debe provocarle risas.

Es verdad que De Loof tiene proyectos fallidos que a veces parecen la revista Vogue con un especial sobre Bolivia. Pero también hay otros donde el artista ve la matriz porteña –sus clases, sus vicios, sus gustos y debilidades– y con su aspecto de Rasputín, un místico entre los zares, logra combinar todo en una visión original. La creatividad extendida de De Loof materializada ya sea en un plato de comida barato o en una muestra de objetos viejos guardados en un cajón, es siempre sobre un estado de entropía. La entropía no sólo como un fenómeno físico sino también como una continua expansión del espíritu. Son esos momentos de frivolidad–profunda los que suceden cuando “la nave” (como llama una amiga suya a toda su producción: un lugar que no está concretamente en ningún lado sino que sobrevuela Buenos Aires) desciende por un rato para fundar un espacio. Entonces la Tierra se ilumina. Y es ahí, en el fulgor de una bola de espejos de una disco, donde se vislumbra el Big Bang del que surgió el artista.

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