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Domingo, 11 de octubre de 2009
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En las ruinas de Cartago

Por Lucho Gonzalez

Estaba tocando con Víctor Manuel y Ana Belén en España cuando recibí una llamada sorpresiva: un guitarrista amigo, Pepete Bertiz, me dijo que dejaría de tocar con Mercedes Sosa y que estaban buscando un reemplazo. Y aunque estaba muy contento allá y en la Argentina a fines de 1975 eran tiempos ya muy difíciles, fue muy grande lo que sentí: como si al pibe que le gusta el fútbol le ofrecieran jugar de nueve en Boca. Que te llame Mercedes Sosa, para un guitarrista sudamericano, es tocar el cielo con las manos: ella es la cantante más espectacular que escuché en mi vida. Yo había tocado con Chabuca Granda y con Ana Belén, que no son cantantes del montón, pero Mercedes era un orfeón: un coro, directamente. Una emisión, una afinación y una potencia inusuales.

Toqué con ella casi un año. Empezamos con una gira, acá: fuimos primero al sur y luego al norte. Mis amigos me decían: “Fijate si debajo de la silla no hay algo que suena tic-tac, tic-tac”. Pero yo, la verdad, no era consciente de que fuera un peligro, tal era el orgullo y la maravilla de estar al lado de alguien que cantara así y que, además, fuera consecuente con lo que pensaba. La gira internacional empezó por París, en el ’76: en el primer show, organizado por el periódico comunista L’Humanité, había cien mil personas. Estábamos los dos solos en un escenario enorme, parecido a esos del rock, ella con el bombo y yo con la guitarra, y me acuerdo de haber pensado: “Y encima, me van a pagar”. Esa gira terminó en una boîte, en Río, adonde ella no había actuado nunca; como las luces dan de frente, pasan dos temas hasta que te acostumbrás y ves al público. Pero de a poco fui descubriendo que en primera fila estaban Vinicius, Tom Jobim, Milton Nascimento, Ellis Regina: todos la habían ido a ver.

Mercedes diversificó sus estilos de canto porque le gustaba encarar otros desafíos musicales, no porque el folklore le quedara chico. Era muy tesonera y se apasionaba, se enamoraba de las canciones. En aquel momento ya hacía “Los mareados”, o alguna canción de Chabuca, o “Palabras para Julia”, de Goytisolo. Cuando volvió del exilio, en el ’82, cantaba a León, a Víctor Heredia: quiso ampliar mucho su espectro y así llegó a Charly, al rock. Si admiraba a alguien quería ser amiga, mostrarle que lo bancaba; se preocupaba por lo personal, se metía en lo que le importaba, te podía pegar un reto si te veía en un renuncie. Era una madraza.

Aquella gira duró siete meses por distintas ciudades de Europa y el norte de Africa. Me acuerdo que en un recital multitudinario en Alemania cantó seis temas en un marco muy prolijo, estricto; al terminar nos fuimos y el público empezó a patear. “Ay, no les gustó”, me dijo, llorosa. El organizador le explicó que aquello era absolutamente inusual y le pidió por favor que siguiera. Cosas así, todo el tiempo, en cada sitio. En las ruinas de Cartago una gentecita petisa, morochita, se acercó llorando cuando terminó. Ahí me di cuenta de que esto de la música es un idioma en serio, que no necesita palabras y que produce sensaciones universales. Que cualquiera que respirara sobre este planeta podía caer, sucumbido, ante una manifestación artística como la que Mercedes ofrecía. En todos lados era igual: un deleite, una pasión, unas caras de respeto y admiración. Era maravillosa.

(Testimonio recogido por AB)

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