Lo inquietante en la enfermedad mortal de Kafka fue su brusca aparición. Me di cuenta de que fue él quien la obligó a mostrarse. Para él fue una especie de liberación. Le habÃan quitado el poder de decisión de las manos. Kafka saludó a la enfermedad sin más ni más, aun cuando en el último momento de su vida le hubiera gustado seguir viviendo.
Abandonó Praga como un hombre enfermo, aunque en pleno vigor espiritual. Volvà a encontrarlo en un sanatorio en los bosques de Viena, adonde lo habÃa llevado su hermana. Aquà se le diagnosticó por primera vez una tuberculosis larÃngea. No debÃa hablar y me lo escribÃa todo, en especial el efecto devastador que la ciudad de Praga le habÃa causado. Se quedó allà durante tres semanas. Cuando la enfermedad empeoró, lo llevaron a un especialista en un hospital de Viena. Allà estuvo con otros muchos enfermos graves en una sola habitación. Cada noche morÃa uno de los pacientes. Me lo hacÃa saber señalándome la cama vacÃa, sin decir una palabra. Otra vez me enseñó a un paciente, un compañero divertido, muy vivaz y glotón, a pesar de que llevaba un tubo introducido en la laringe. TenÃa bigote y le brillaban los ojos. A Kafka su buen apetito le alegraba mucho. Al dÃa siguiente me mostró su cama vacÃa, pero estaba menos conmovido que francamente enojado, como si no pudiera entender que aquel hombre siempre tan alegre hubiera tenido que morir. Nunca olvidaré su sonrisa algo maliciosa, irónica.
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