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Domingo, 7 de febrero de 2010
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Cuadro de honor

Por Santiago Roncagliolo

Conocí a Tomás Eloy Martínez en Cartagena, Colombia, durante el Congreso de la Lengua del 2007. Yo llevaba un año sin parar de hacer viajes promocionales por el Premio Alfaguara. Estaba agotado, con los nervios de punta, bebía todo el día y tenía la sensación de estar convirtiéndome en una caricatura de mí mismo, pero me sentía orgulloso, como un trabajador eficiente en el cuadro de honor de la empresa. Tomás Eloy me dijo:

–Cuando yo gané el premio, le dije a la editorial que sólo visitaría cuatro países, los cuatro que ellos dijesen, pero ni uno más.

Yo no podía creerlo:

–¿Pero no le importa la promoción? ¿Vender libros? ¿Que su editor lo quiera más?

–Tendrán que quererme como soy –respondió simplemente.

Me impactó notar hasta qué punto su compromiso era con el contenido de los libros. Lo que ocurriese en el exterior de ellos le daba igual. Precisamente él, que alimentaba sus historias de la realidad exterior, que devoraba, reorganizaba y deformaba el mundo para crear sus ficciones, despreciaba lo que el mundo hiciese luego con ellas. Y así creó novelas en las que la historia argentina aparece pulida y brillante, no menos terrorífica de lo que fue, pero mucho mejor escrita de lo que suele ser la realidad, porque está filtrada por una mirada sin concesiones.

Como escritor, yo aprendí de Tomás Eloy Martínez que el límite entre verdad y ficción es siempre difuso y poroso, y desde nuestro breve encuentro, todos mis libros han tratado de ilustrar esa lección. Pero me habría gustado decírselo alguna vez en persona. Lamento que ya no podré hacerlo.

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