No sé si quien tuvo la brillante idea de que se lleven a cabo cada cuatro años pensó en ese detalle, pero un Mundial es algo asà como una instantánea de nuestra vida. Sin ellos, recordar serÃa mucho más difÃcil. Porque cada Mundial tiene su propia historia. Pero para un simple espectador, la suya se construye con lo que sucede de un Mundial a otro. Esos partidos y esos recuerdos mundialistas, en cambio, son sólo apenas instantáneas que ayudan a reconstruir una vida que, de otra manera, tal vez perderÃa toda cronologÃa. Porque uno puede no recordar exactamente cómo se sucedieron los hechos que nos llevaron hasta esa casa, hasta ese trabajo, hasta esa mujer. Pero seguramente recuerda en dónde vivÃa cuando Burruchaga hizo esa larga carrera hasta la Copa del Mundo, dónde trabajaba cuando a Maradona le dio positivo el antidoping, o a quién besaba cuando aquel sueco metió ese tiro libre fatal, y un dÃa que ni habÃa empezado se acababa de terminar.
Tal vez sea por eso que, cuando tengo que pensar en mi Mundial preferido, voy directamente al primero que recuerdo. Y el primero es Alemania ’74. TenÃa apenas 7 años, y ese Mundial es pura instantánea para mÃ. No tengo ni un solo recuerdo enmarcado en la imagen de un televisor, el relato propio del campeonato no me incumbe en lo más mÃnimo. Es el Mundial del gol en contra de Perfumo ante Italia, el de la humillante goleada ante Holanda, el de ese tan triste partido de despedida ante Alemania Oriental que casi ni se transmitió, ya que coincidió con el fallecimiento de Perón. Pero, para mÃ, Alemania ’74 no es nada de eso. Es Mukombo, aquel zaguero de Haità que era la figurita más difÃcil del álbum oficial del campeonato. O Tip y Tap, dos alemanes abrazados que fueron las mascotas oficiales del evento. Y la imagen que resume ese Mundial en mi memoria es la de mi viejo sentado frente al televisor en el debut y derrota de Argentina ante Polonia, puteando porque todos los rebotes les caÃan a ellos.
Cierro los ojos y lo recuerdo. Recuerdo el living de ese departamento en Colegiales. Recuerdo a mi viejo bien cerca del televisor, tanto que los dos aparecen en la misma imagen, casi como si formasen parte del mismo cuadrito de historieta. Recuerdo también los mundiales que siguen, cada uno autista a su manera, uno en su festejo y el otro en su derrota. Y me quedo con esa larga puteada como una postal de mi viejo ante el fútbol, hasta empalmarla con otra aún más memorable, la que sucedió al gol del empate de Alemania en la final del ’86, ya en un noveno piso de Villa Martelli. Pero sólo porque después viene el festejo. Y porque en ese campeonato arranca mi propia historia con los mundiales, con los recuerdos ya dentro de la imagen del televisor. Y de los partidos. Y de eso que llaman vida, que es lo que sucede en esos cuatro años que no se juega un Mundial.
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