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Domingo, 21 de agosto de 2011
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Como una piedra que rueda

Por Pipo Lernoud
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La familia canción: Moris, Inés, Antonio y José en Plaza Francia, 1973

La melancolía del barrio, el vagabundaje por la ciudad, el poeta libre que encara la ruta con la guitarra al hombro. Son los temas de Moris de siempre, desde que puso esa impronta en el rock nacional en aquellos primeros días del ’66. Vivir la ciudad fue, para los náufragos de La Perla del Once, una especie de mandato genético que venía de Walt Whitman y Rimbaud, de los poetas beat y los primeros tangueros, de El payador perseguido y las anárquicas peripecias del arquetipo gauchesco.

Pero Mauricio Birabent es un hombre de ciudad, y en la ciudad uno es un desconocido entre millones, y por lo tanto es libre para reinventar su vida cada día. “Soy libre y quieren hacerme/ esclavo de una tradición” había vociferado en su debut, en el simple Rebelde, de Los Beatniks.

Moris fue un pionero aunque siempre quiso ser un hombre común y cantar desde sus propias percepciones. Fue el primer argentino que planteó claramente las discriminaciones de género en su monumental “Escúchame entre el ruido” (“Ustedes dicen macho, varón, y qué sé yo/ me meten en un molde como si fuera un flan”), el que llevó la canción de protesta a lugares ni soñados por los slogans de los cantautores “revolucionarios” de la época, en temas como “Muchacho del taller y la oficina” o “El coche de la policía”, el que cruzó el tango con el rock en “Mi querido amigo Pipo” o “El mendigo del Dock Sud” y, finalmente, el que diseccionó más crudamente el vacío de la sociedad moderna en la maratónica improvisación de “De nada sirve”, tal vez la marca definitiva de la música popular argentina en la segunda parte del siglo pasado. Parece mucho decir, pero todo lo que vino después, en el rock y el tango, está sellado por la presencia de ese repertorio que hoy está tan vivo como hace cuarenta y pico de años. Hay una nueva generación de “cancionistas del Río de la Plata”, muchos de ellos retratados en un reciente libro de Martín Graziano, que reflejan esa impronta con una vitalidad y una originalidad asombrosas.

Sus compañeros de aventura y su audiencia pasamos décadas explorando los territorios que él había descubierto en los últimos años de los ’60 y principios de los ’70. En muchos sentidos, ese salto cualitativo de la canción popular argentina siguió dando frutos mientras Moris se llamaba a silencio creativo y se convertía, a pesar suyo, en una leyenda.

Como Dylan, Moris, ya lejos del joven rebelde, tiene hoy el gran desafío de poner en palabras certeras lo que siente un hombre mayor en medio de una sociedad que sigue siendo “la gran farsanta” de entonces. Convertir en material artístico los dolores y la sabiduría que aportaron los años, años que no hicieron otra cosa que confirmar esos –como diría Rimbaud– vértigos anotados en canciones incomparables. Todos los integrantes de esa generación tenemos el mismo desafío. Y la respuesta, nos lo enseñó Moris, está en la realidad. De nada sirve escaparse de uno mismo.

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