–¿En serio es él?
–En serio.
–Nos gustarÃa saludarlo.
–Esperen un minuto.
El dueño, maitre y cajero de la cantina estilo argentino que llevaba años atendiendo turistas en la ciudad de Panamá, se dirigió hacia donde estaba el hombre en cuestión.
–¿Puede venir un minuto?
–SÃ, señor, lo que usted diga.
El general ya se habÃa acostumbrado. Eso ocurrÃa seguido. Dejó la ensalada y el pedazo de carne que estaba comiendo y se paró para acompañar al mandamás de la cantina en la que solÃa comer con su gente.
El general Juan Domingo Perón ese mediodÃa vestÃa un pantalón claro y una camisa blanca de manga corta por afuera del cinturón. Estaba acalorado, molesto, pero no podÃa negarse al pedido de sus compatriotas. Uno era el dueño de la cantina, los otros una pareja de turistas, viajeros de ocasión que al enterarse de que estaban comiendo en el mismo lugar que el general Perón no podÃan resistir la tentación de conocerlo. En su paÃs no lo habÃan podido ver más que de lejos.
El general llevaba ya unos meses viviendo en la pobreza acompañado por unos pocos hombres que habÃan dejado la Argentina para seguir a su lÃder en un exilio, que hasta ahà no habÃa sido otra cosa que un deambular sin sentido por paÃses que no se animaban a darle asilo por miedo a tener que cortar relaciones con Buenos Aires.
Fue Ramón Landajo, un espÃa formado por el general, el que se encargó de armar la logÃstica de la vida en Panamá y el que habÃa encontrado esta cantina de un argentino que les daba de comer a cambio de que el general Perón engalanara su local.
Perón, entonces, cumplÃa su papel, iba a la mesa de los curiosos, sonreÃa con esa sonrisa imbatible, saludaba con los brazos en alto y firmaba algún autógrafo, si el turista de turno lo pedÃa.
Una vez cumplido el rito se volvÃa a sentar para terminar su plato de comida ganado con el sudor de su frente.
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