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Domingo, 16 de octubre de 2011
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> Las películas y el éxito del peculiar Andrés Wood

El director de clases

Por Andrea Guzman
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Si para un país existiese algo parecido a un cineasta oficial, seguramente Andrés Wood ocuparía esa categoría en Chile. Al menos, durante la última década. Economista de profesión que fue seducido por el séptimo arte, Violeta se fue a los cielos funciona como continuidad de sus anteriores trabajos en su intento por un rescate de la tradición y la temática criolla. Su insistencia por retratar un sentir generalizado de identidad chilena en un formato capaz de llenar salas, lo ha convertido en el cineasta de exportación por excelencia, representante chileno dos veces en los Oscar y ganador del Goya español. El sorpresivo éxito de Machuca (2004) ante una generación, hasta entonces, muy reacia a darle un lugar a la memoria en su vida y en su arte, lo catapultaron al reconocimiento internacional. Con la historia de dos niños de clases sociales opuestas encontrados por el sueño destinado a fracasar de la Unidad Popular, Andrés Wood se convirtió en uno de los primeros cineastas de su camada en retomar el tema de la dictadura militar, tema que se ha convertido progresivamente en tendencia en el cine nacional pero que no monopoliza su carrera; un recorrido por la geografía, las costumbres y el imaginario popular chileno.

Gerardo Whelan fue el sacerdote que durante el gobierno de Salvador Allende desarrolló un modelo experimental en busca de heterogeneidad en la educación chilena. En el colegio Saint George, educación exclusiva para los hijos de la clase alta, incluyó y financió a un grupo de chicos del otro lado del río, chicos de las villas que de otro modo jamás hubiesen tenido acceso a ese tipo de escuela ni a relacionarse como iguales con la descendencia de los patrones de sus padres. Andrés Wood creció en ese contexto, fue un alumno del Saint George en ese tiempo y, si bien Machuca aborda ese período, pero no es una película autobiográfica, el niño Gonzalo Infante puede ser una buena relectura de su visión de la época: un chico de clase acomodada al que le tocó presenciar el levantamiento y caída del socialismo en Chile, y sus implicancias en las vidas de las personas que lo rodeaban. Puede ser que a esto se deban sus 700 mil espectadores en un país que se negaba a tomar partido por el pasado; una mirada personal narrada a través del ojo de los niños, más centrada en sus experiencias que en las lecciones políticas aprendidas de los adultos.

Andrés Wood ha explorado en algunas de sus películas cómo narrar realidades propiciadas por las decisiones políticas, con visión política, pero sin hablar de política. Entendiéndolas como decisiones que rodean todos los ámbitos de la convivencia humana y canalizándolas en la mirada de personajes sencillos, cotidianos. En la mayoría de sus trabajos aborda de algún modo este contraste que conoce desde niño y que es tan latente en la sociedad chilena, uno de los países del mundo con mayor desigualdad y menor movilidad social. Los niños, Pedro Machuca y Gonzalo Infante, encontrándose por única vez en un país que en adelante estará programado para desencontrarlos para siempre, parece una situación similar a las historias cruzadas, 30 años después, de La buena vida (2008) donde los personajes habitarán una misma ciudad que los separa, absolutamente distinta para cada uno de ellos. “Ya no es la incomodidad porque está el dictador que te está cagando, de alguna manera es una incomodidad con la sociedad que hemos creado”, diría Wood al estrenarse la película que reúne las historias de un músico que no consigue trabajo, una doctora que no puede lidiar con su hija adolescente y un peluquero que se niega a comprometerse.

En ambos casos, las películas evidencian la hipocresía de los valores de la clase acomodada, pero sin menospreciarlos como personajes que sienten y que lidian con sus historias y con la pérdida. En ambos casos, evidencian el valor de la memoria, haciendo protagonista a una ciudad que se construye en silencio, desde un shopping que destruirá la cuadra de siempre anunciando la modernización, a un inminente régimen militar que amenaza con destruirlo todo.

No es raro que la primera profesión de Wood haya sido economía en la prestigiosa Universidad Católica de Chile. Lo que sorprende es que, siendo así, más tarde haya optado por el pedregoso camino de la creatividad. La idea de convenir en una identidad chilena y retratarla, es una búsqueda que hoy cruza su cine, pero que ha sido muy compatible con su carrera anterior, así lo confirman algunas de las historias que llegaron a él a través de su antiguo trabajo. La fiebre del Loco (2001), es una película con la que se encontró varios años antes de empezar a filmar. Por un viaje de negocios al sur, supo de un pueblo aislado al fin del mundo que vive de la recolección del Loco, preciado molusco que pasa la mayor parte del año en veda. La película introduce a la temporada de pesca, que es también la temporada en que el continente se entromete en la isla y de las peores miserias asociadas al dinero.

La falta de conectividad y comunicación es algo que ha caracterizado a Chile por la forma de su territorio y sus climas, no son pocos los pueblos que viven aislados; los islotes al sur o las ciudades orilladas al desierto del norte. En el cine de Wood hay un interés por abordar todos estos lugares con sus diferencias. La elección de sus temáticas va ligada íntimamente a una inquietud por fotografiar los paisajes y las ciudades como personajes fundamentales de las historias. Desde Historias de fútbol (1997) hasta Violeta se fue a los cielos, existe un recorrido de la geografía chilena prácticamente de punta a punta y una intención de abandonar Santiago, o retratarlo en su heterogeneidad, que se ha hecho casi 100 por ciento en las locaciones originales, con todo lo que implica llevar la producción al aislamiento.

Los últimos años han sido prolíficos para una nueva generación de cine chileno, que va sumando entregas y acaparando menciones internacionales, y que también ha experimentado en distintos formatos narrativos; directores como Pablo Larraín, Matías Bize, José Luis Torres Leiva y, quizás el más interesante y menos apreciado puertas adentro, Alejandro Fernández con su ópera prima Huacho. La última película de Wood llega en este contexto de renovación y su apuesta es más arriesgada que los anteriores trabajos en tanto propone una continuidad narrativa diferente, más ligada a lo abstracto de la emoción que a la coherencia lineal, distante de sus anteriores películas de estructura más clásicas o corales. La mezcla de historia oficial y el justo espacio a lo imaginario, la idea de una Violeta frágil, pero nunca víctima, endurecida por los golpes de la vida y apenas capaz equiparar su genio con sus afectos, han desatado una recepción tan abrumadora como Machuca: pronto se ha convertido en la película nacional más exitosa del año.

Difícilmente un personaje como Violeta, complejo e inabarcable, podría generar consenso. A pesar de su éxito de taquilla, la película no se ha visto exenta de polémica dentro de la familia Parra. Su nieta, Tita, la calificó literalmente como “una pesadilla” y, a pesar de la aprobación de su hijo y autor del libro que inspira el film, Angel Parra, algunos miembros de la familia han manifestado público desinterés.

Sea cual sea la opinión general, Violeta se fue a los cielos es un pertinente intento de homenajear a una figura que, como suele ocurrir con el arte en Chile, no ha recibido todo el reconocimiento que merece en su propio país. “Si Violeta Parra hubiese sido gringa, equivaldría a tres Bob Dylan”, disparó alguna vez Wood. El nuevo film se estrena, además, en tiempos de profunda crisis política nacional, no solamente caracterizada por la ingobernabilidad de la derecha, sino por una izquierda poco representativa que se ha visto despojada de sus íconos culturales: Sebastián Piñera citando con toda propiedad a Víctor Jara en sus discursos es un gran ejemplo. Violeta se fue a los cielos ha funcionado como justa devolución del personaje a sus orígenes; pobre, obrera, asolada por la desigualdad económica y el machismo de una sociedad ultrarreligiosa. “Aunque suene petulante, me gusta hacer filmes con relevancia social, me encanta meterme en esos problemas”, ha dicho Wood al respecto.

Un repaso a la obra de Andrés Wood, si bien hasta ahora no corría demasiados riesgos artísticos, revela una intención seria y sostenida por sacar una fiel instantánea de Chile, desde su actualidad, hasta el pasado que moldea su carácter. Sus privilegiados y heterogéneos paisajes y la constante interpelación con producciones artísticas chilenas y Latinoamérica. Desde Mario Benedetti a Mauricio Redolés. Historias de Fútbol, su primer largometraje, es un ejemplo: un trío de adaptaciones literarias organizadas, como un partido, en pequeños tiempos. Del árido desierto de Atacama al último rincón del mundo en Chiloé, intentan explicar el significado del fútbol cuan largo es en un país que nunca ha ganado el mundial, ni fabrica próceres.

La tradición abordada desde lo cotidiano y lo emocional, más que como una lección de historia, es el sello de las películas de Wood. Desde los parajes sureños y nortinos, a un Santiago dividido en lo que parecen ser ciudades distintas de acuerdo con las posibilidades económicas, los films navegan entre las diferencias que hacen que, en el mismo país, nos sintamos extraños unos con otros, sin olvidar un sentimiento común que une las historias y que, como lo ha demostrado la taquilla, podríamos identificar como chileno y propio en cualquier lugar geográfico.

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