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Domingo, 12 de febrero de 2012
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¿Nunca oíste la hojarasca crepitar?

Por Sergio Marchi
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Luis Alberto Spinetta no era flaco. Todos le decimos el Flaco por su contextura física, pero ahora, que ya no pertenece a este plano, digamos la verdad: su peso como persona era exactamente equivalente al peso de su obra artística, y para mensurarlo deberíamos inaugurar un nuevo término de pesaje. El legado musical de Spinetta es imposible de levantar: no hay fuerza humana o mecánica que pueda tomarlo y elevarlo un centímetro. Luis fue el prisma que descompone un haz de luz blanca en un arco iris de infinitos colores. Esos primeros trazos que un adolescente Litto Nebbia dibujó, esos palotes que Moris y Miguel Abuelo trazaron, fueron transformados por Luis Alberto en una fina caligrafía que nos enseñó a escribir a todos. Hemos presenciado un fenómeno de magnitud artística tal que difícilmente podamos volver a experimentarlo en un futuro, sobre todo porque la Argentina que dio a luz a gente como él ya no existe, como los amos de aquel viejo perro blanco que, como nosotros, busca descanso con su molinete.

Llevo en mí un hermoso cargamento de recuerdos de Luis, que atraviesan toda mi carrera, desde 1983 hasta la fecha. Por la sencilla razón de su bondad, siempre fui inmerecido portador de gentilezas de su parte, que se tradujeron en artículos periodísticos, entrevistas radiales y televisivas, y hasta en el epílogo de uno de mis libros, El rock perdido, que Radar publicó en su momento. Luis Alberto fue el único músico que alzó la voz para condenar ese estado de cosas que llevaron a Cromañón, sin olvidarse de la responsabilidad individual que a cada uno de los protagonistas de esa masacre le incumbía, lo que nadie mencionaba: que el público también era responsable. Dijo cosas muy, pero muy fuertes, a las que algunas almas mezquinas (de esas que hoy se dicen sus admiradores) condenaron. Pero Luis era así: su palabra tenía peso y sabía usarla con un rigor que me sorprendió. No porque pensara que no podía escribir (sólo hay que leer un par de letras para darse cuenta de la riqueza de su vocabulario) sino porque encontré en él una atención implacable y un conocimiento de la lengua que sólo he visto en algunos correctores muy puntillosos.

Quizá porque siempre busqué una excusa para entrevistarlo o poder conversar con él, un mediodía lo llamé preguntándole si podía ayudarme a ubicarme en el clima de esa época de los días de Almendra. “¿Es para un libro tuyo? ¿No es para ningún medio? Entonces, sí.” La conversación se dio junto a la consola de su estudio de grabación y duró dos horas. Lo vi genuinamente indignado por lo que había pasado en Cromañón; pero no era la suya una indignación de índole política sino de naturaleza humana: lo que más le dolía era que hubiera habido bebés en una guardería improvisada en un baño. “Yo dejé de hacer ese rock visceral que hice en San Cristóforo cuando vi que había pibes que comenzaban a pegarse en mis recitales. No, por el amor de Dios, vení, tranquilizate; vení que te toco ‘Muchacha ojos de papel’, por favor no te golpees. Como papá y como abuelo no podía permitir que eso sucediera. Por eso dejé de tocar esa música, que era la que yo más ganas tenía de hacer.”

Un artista que cambia de dirección artística, lo único que ningún artista en serio negocia, simplemente porque puede ser un pretexto para la violencia (que en verdad no lo era, porque su música tenía fuerza, pero nunca furia o resentimiento), ya se ubica en otro plano superior al del arte. Luis era ante todo un Humanista, con mayúsculas. Privilegiaba la integridad física de su público por sobre sus deseos de rockear. No sé si logro explicarme bien, pero es un acto de bondad tan grande, que descubrirlo mientras escribo me deja sin aliento, como me quedé sin habla minutos antes de salir al aire en mi programa de radio, cuando me enteré de su muerte.

Después de la desgrabación pertinente de aquella charla, y un acomodamiento de algunas oraciones, llamé a Luis y le pregunté si quería ver cómo había quedado su texto. En una entrevista para un medio, esto no hubiera sido correcto, pero sí para un libro en el que Luis quiso participar. Me dijo que sí, fui a su casa a la hora señalada, y no estaba. Toqué timbre, dejé mensajes, pero al no haber movimiento me fui. Media hora más tarde me estaba llamando al celular, deshaciéndose en disculpas y combinamos para el día siguiente. Leyó el texto con sumo cuidado, lapicera en mano, y sólo me discutía cosas altamente especializadas. “¿No te parece que esto debería ser punto y coma y no punto y aparte?” Gramática pura. Cuando de repente se cortó la luz. Luis no se inmutó, se levantó, fue hacia un cajón, buscó un par de velas, y seguimos trabajando durante media hora más, iluminados como si estuviéramos en la Edad Media. Y sin perder el rigor, al menos por su lado. Luis Alberto Spinetta corrigiendo ese texto para mi libro a la luz de las velas es un recuerdo que jamás olvidaré; la llama reflejándose en sus ojos, su sombra proyectada en la pared, ese perfil de contornos tan irregulares y armoniosos a la vez, la calidez de su mirada, la fuerza de sus abrazos.

Todo eso me nubla la vista ahora: no es que yo haya compartido tantas veces la felicidad de estar a su lado sino que Luis hacía trascendente cada momento. Supongamos que nos hayamos visto veinte veces en casi 30 años, desde que le hice la primera nota. Bueno: seguro que en cada ocasión hubo cuatro o cinco de esos momentos donde el ser humano –ya no el genio musical, el cantante de voz de diamante, el guitarrista de notas en suspensión– se revelaba en un chiste, una anécdota o una reflexión tan inteligente, tan bien articulada, y a la vez tan poco pretenciosa, que te encandilaba. Luis Alberto Spinetta como ser humano era tan increíble como su obra. Su peso específico era el mismo. Es eso lo que hoy me deja el alma partida en dos: el saber que ya no voy a poder encontrarlo en este plano y compartir más momentos de aquéllos, donde uno verdaderamente siente que la existencia de personas de este calibre es lo que hace que este mundo sea medianamente soportable.

Las emociones se me mezclaron de un modo tremendo al saber que Luis había partido. Lo tenía a mi lado, al aire, en mi programa, a Juan Alberto Badía, que conoció la misma enfermedad, y se está recuperando sin prisa, pero también sin pausa. Badía y Spinetta forjaron una relación desde los años ’70 (el concierto de Jade en Badía & Co. es una maravilla), y los dos estuvieron a mi lado y me pusieron una mano en el hombro cuando yo perdí a mi padre. Juan me protegió desde el trabajo, Luis me invitó a cenar a su casa (me dio vergüenza y nunca lo llamé para combinar). No me extrañó cuando ese atardecer en el que él murió, el mar se puso como loco y las nubes circularon a gran velocidad. Pero no pude evitar asombrarme cuando, escuchando su música, entre las nubes apareció una gran luna amarilla, unos segundos, y se volvió a esconder. “¿Qué luz extraña te ocultó de mi guiño?”, cantaba Luis desde los parlantes de la playa en Pinamar. Interpreté ese fenómeno celestial como un saludo. Y tratándose de Spinetta, no sé de qué me sorprendo. ¿Qué? ¿Nunca oíste la hojarasca crepitar? Sigo haciendo el programa como un ciego frente al mar.

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