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Domingo, 26 de febrero de 2012
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Un espejo en la cara

Hay algo que me interesa mucho y es el paso de lo personal a lo colectivo. En alguna época solía contar una historia: el artista es alguien que tiene un espejo en el lugar del rostro, y cada vez que alguien lo ve, piensa “soy yo”. Había leído una novela de Bradbury en la que alguien ha perdido un hijo y, un día, mientras pasea por el campo, ve al niño, se alegra y vuelve a la ciudad con él. La gente que se cruza con ellos dice: “¡Mira, es el abuelo, que estaba muerto!”... “¡Es papá!”... En efecto, ese niño es un marciano, no tiene rostro, tiene el rostro del deseo de los otros, de la carencia de los otros. Pensaba que el artista era así. Al hablar de él, o de un “él” inventado, habla de cada uno, y cada uno se puede reconocer. Utilizaba la fórmula “no hay que descubrir, hay que reconocer”. La emoción nace del reconocimiento. Cuando dices: “¡Pero por supuesto! Conozco la historia. ¿Cómo sabe él que mi tía era así?”.

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