Era media tarde, y ese dÃa sus dificultades personales le parecÃan intrascendentes. Ese dÃa se manifestaban en las calles de Teherán multitudes enarbolando pancartas en las que se veÃa su rostro con los ojos arrancados, lo que le conferÃa el aspecto de uno de los cadáveres de Los pájaros, con las cuencas de los ojos picoteadas, sanguinolentas, ennegrecidas. Ahora ése era el tema dominante: la tarjeta del DÃa de San ValentÃn, sin ninguna gracia, enviada por aquellos hombres barbudos, aquellas mujeres con velo y aquel viejo mortÃfero que, agonizando en su habitación, realizaba ese último esfuerzo para alcanzar una gloria macabra y criminal. Cuando el imán llegó al poder, asesinó a muchos de quienes lo habÃan ayudado a alcanzarlo y a todos aquellos que no eran de su agrado. Sindicalistas, feministas, socialistas, comunistas, homosexuales, prostitutas, y también a sus propios lugartenientes. Los versos satánicos incluÃa un retrato de un imán como él, un imán transformado en un monstruo cuya boca gigantesca devoraba su propia revolución. El verdadero imán habÃa arrastrado a su paÃs a una guerra inútil con el paÃs vecino, y habÃa muerto toda una generación, centenares de miles de jóvenes de su paÃs, antes de que el viejo le pusiera fin. Declaró que aceptar la paz con Irak era como ingerir un veneno, pero lo ingirió. Después de eso los muertos clamaron contra el imán y su revolución pasó a ser impopular. Necesitaba algo para volver a unir a los fieles y recuperar su apoyo, y lo encontró en un libro y su autor. El libro era obra del diablo y el autor era el diablo, y eso le proporcionó el enemigo que necesitaba. Ese autor acurrucado en aquel piso de un sótano de Islington con la esposa de la que ya estaba medio distanciado. Ese era el diablo necesario para el moribundo imán.
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