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Domingo, 9 de diciembre de 2012
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Para andar sobre las brasas

Por Elena Poniatowska
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La crónica en América Latina responde a una necesidad: manifestar lo oculto, denunciar lo indecible, observar lo que nadie quiere ver, escribir la historia de quienes aparentemente no la tienen, de los que no cuentan con la menor oportunidad de hacerse oír. La crónica refleja más que ningún otro género los problemas sociales, la corrupción de un país, la situación de los olvidados de siempre. Sus hallazgos bien pueden saltar a la novela y por lo tanto resultan muy difíciles de encasillar. ¿No es ficción o es ficción o es las dos cosas? Monsiváis nunca se preocupó por encontrarle solución a este rompecabezas.

Carlos Monsiváis es, sin lugar a dudas, el mayor cronista de nuestro país, y, en lo particular, de esta ciudad (prueba de ello es el dominio que logra al describirla en Los rituales del caos, que también habría podido llamar Compendio de catástrofes mexicanas). Con él, los lectores encuentran un nuevo lenguaje, Monsiváis le pone casa nueva a un periodismo anquilosado y tramposo. Logra integrar a los maestros, a los trabajadores, electricistas, petroleros, a los empleados bancarios, a los jóvenes que lo leen en un país analfabeta que aún no cuenta con una clase media.

Monsiváis nunca quiso ser novelista, aunque en sus principios escribió alguna que otra poesía, algún que otro cuento que probablemente conserve José Emilio Pacheco. Monsiváis influye de manera significativa en la opinión pública al pitorrearse de las declaraciones de políticos, empresarios, obispos, embajadores, diputados y demás personajes de la llamada “vida nacional” a quienes su lucidez endemoniada exhibió con sus propias palabras.

Crítico, analista de los acontecimientos políticos y sociales, biógrafo tanto de celebridades (de Salvador Novo a Luis Miguel, pasando por Spencer Tunik y Octavio Paz), Monsiváis es el testigo de todo evento: terremoto, masacre, inundación, protesta, marcha, coloquio, conferencia, mesa redonda, simposio o manifestación pública. Siempre he pensado que si a él le gustó tanto que Spencer Tunik desnudara a los mexicanos en el Zócalo y a las mexicanas viejas y jóvenes en la Casa Azul en honor a Frida Kahlo, es porque él habría querido hacerlo (así como se disfrazaba de obispo), pero su protestantismo no se lo permitió. Durante los últimos 30 años resultó indispensable tanto en los actos universitarios como en los multitudinarios porque reseñaba tanto las tragedias nacionales como las glorias de la farándula, y si comía con el rector Ramón de la Fuente en la torre de Rectoría, cenaba con Madonna. Salir en la foto con Monsi era una consagración, salir con Madonna una muy probable excomunión.

Hoy ya no nos acompaña la risa de Carlos y su despeinada cabellera blanca. No por nada José Luis Cuevas lo dibuja como un “Quevedo Posmoderno”, que puede darse el lujo de burlarse de quien le dé la gana o deshacer a su mejor amigo sin que se enoje. Sus juicios definieron a los grandes acontecimientos y por lo general tenían que ver con la buena conducta política y con la moral. Lo llamaban para ser el comentarista de cuanto suceso importante en México porque sin él no quedaban consignados. En el concierto de Pavarotti en el Palacio de Bellas Artes, al referirse a quienes lo vieron en una pantalla gigante en la calle a pesar de la lluvia, sentenció: “Este es el mejor público porque viene a ver, no a que lo vean”.

–Yo ya no leo novelas --me dijo hace años--, pero haré un esfuerzo sobrehumano para tu Tinísima.

–¿Sólo lees crónicas?

–Sí, el documento es el arte del futuro.

Monsiváis ponderó a Tom Wolfe, a Norman Mailer, a Truman Capote. Analizó el New Journalism porque lo que él hacía tenía mucho que ver con el nuevo periodismo y con el modo en el que utilizaba su información que al final de cuentas era una forma de denuncia y sobre todo de lucha. Él tenía a sus informantes (entre otros yo, “a ver, dime qué sabes, qué viste, qué te dijeron”) pero a todo le daba un nuevo tratamiento y los burdos informes se transformaban en sus crónicas en materia memorable.

Alguna vez hablamos de Studs Terkel, ganador del Premio Pulitzer por su The Good War: An Oral History of World War Two y autor de Working, porque Hugo Hiriart me consejó: “Deberías hacer un libro sobre el trabajo en México, entrevistar a una enfermera y a un minero, a un cantinero y a un taxista”, los grandes sujetos de la llamada “oral history” o literatura oral, como habría de hacerlo más tarde Oscar Lewis con Los Hijos de Sánchez. La voz de los llamados sin voz es una fuente formidable de enriquecimiento. Remiten a una historia colectiva y permiten hacer –claro, dentro de las limitaciones de cada escritor-- periodismo de investigación, de denuncia, de resistencia, que suele llamarse “político”.

Durante toda su vida, Monsiváis fue un periodista-denunciante, o si a alguien le molesta lo de periodista, un escritor-denunciante.

Reunió a quienes consideraba cronistas y rindió homenaje a sus colegas en A ustedes les consta, Antología de la crónica en México, lanzada por la Editorial ERA en 1980 (aunque la UNAM publicó una primera versión en 1979) en la que recoge y juzga a la crónica en México a través de dos siglos, desde 1906 hasta 1979 y va de Manuel Payno, Guillermo Prieto, Francisco Zarco hasta Hermann Bellinghausen, José Joaquín Blanco, Jaime Avilés y el más joven Fabrizio Mejía Madrid.

Todos estos escritores --“fogueados por la escuela del periodismo”, a decir de Federico Campbell-- además de reseñar acontecimientos de nuestra vida diaria, reflejan a su época y, en algunos casos, han sido factores de cambio como en el dibujante o “monero” Gabriel Vargas, que marcó a los mexicanos con su historieta La familia Burrón. Cristeta Tacuche es una de mis heroínas. Por cierto que el apoyo de Monsiváis a los caricaturistas resultó tan valioso como la reciprocidad, por ejemplo, de un artista de la talla de Rafael Barajas, “El Fisgón”, quien resultó definitivo en la creación del Museo del Estanquillo, el de las colecciones monsivaisianas. Finalmente, los caricaturistas son grandes historiadores y les aconsejo a todos leer a “El Fisgón”, que es más elocuente que cualquier cuentista.

José Joaquín Blanco es el autor de dos libros notables, entre otros, Función de media noche y Un chavo bien helado. Su sátira de los rich and beautiful es memorable y su denuncia de las oligarquías analfabetas, que Daniela Rossell retrató en su libro Ricas y famosas, es un compendio de la imbecilidad de la alta burguesía que nos gobierna desde su prepotencia sexenal. Por otro lado también se ocupa de la cultura que corre por las calles y se extasía ante la creatividad de compositores como Pérez Botija y Juan Gabriel, que nos brindan canciones de tan difícil comprensión como: “Te quiero mucho, mucho/ Desde hace mucho tiempo,/ Te quiero mucho, mucho/ Desde el primer “te quiero”,/Te quiero mucho, mucho/ Desde que estás conmigo,/ Te quiero mucho, mucho/ Desde que estoy contigo”. Estas sesudas reflexiones hacían llorar a la española Rocío Durcal y para agradecérselo, Juan Gabriel creó en exclusiva: “Ya lo ves: la vida es así,/ Tú te vas y yo me quedo aquí;/Lloverá y ya no seré tuya:/Seré la gata bajo la lluvia/¡y maullaré por ti!”.

La crítica ácida y certera de José Joaquín Blanco no le ha dado luz a los poderosos pero sí los ha puesto en evidencia a partir del final de los años 80. Función de media noche, que no le pedía nada al mejor Monsiváis, y Un chavo bien helado, demostraron su maestría de crítico y de escritor. Su conocimiento de la literatura desde la Colonia hasta nuestros días lo han vuelto indispensable para conoce al México que no vivimos y al que estamos viviendo.

Fabrizio Mejía Madrid, el más joven de todos, nos da en su Salida de emergencia, crónicas hechas a lo largo de 13 años, en las que destaca a la APPO (Asamblea Popular de Pueblos de Oaxaca) porque es el único que se preocupa por saber quién era el joven camarógrafo gringo Brad Will, que murió con su cámara en la mano cuando le apuntaron dos hombres a menos de 20 metros, el 27 de octubre de 2006, en una batalla en el centro de Oaxaca. Años antes, Brad Will se había subido al techo de un rascacielos en Nueva York para impedir que lo demolieran y desde allí desafió con sus dos manos en alto al helicóptero, a los bulldozers y a las grúas que esperaban en la calle. En Oaxaca, no llegó vivo al hospital. Fabrizio lo rescata como rescata al líder Flavio Sosa, aunque no sea tan puro ni tan limpio como Brad Will que desde chavito se martirizó por la lucha de los pueblos de América Latina.

También Fabrizio nos entrega a otra luchadora cuyo asesinato a todos nos injurió: Digna Ochoa. Sigue a los migrantes al otro lado del Río Bravo y comparte su heroísmo y sus humillaciones, le perdona la vida al ángel caído de Gloria Trevi y al igual que José Joaquín Blanco retrata a los ricos en una caminata por la avenida Presidente Mazaryk, en Polanco, al que le pone “Mazaryk Drive”. Sus crónicas son grandes porque recogen al México bárbaro de los 80 y porque Fabrizio no tiene miedo de viajar a los sitios de peligro y a irse de mojado y compartir la suerte y la ilusión de los mojados y ahora las mojadas. Comparte la pasión urbana que también era la de Carlos Monsiváis y del Carlos Fuentes de La región más transparente, que sin proponérselo inició la crónica de la ciudad, que tiene ahora el dudoso privilegio de ser la capital más grande del mundo y lleva el horrible nombre de Distrito Federal.

En México, denunciar se paga con la muerte y ser cronista es poner la propia vida en peligro. Manuel Buendía, por ejemplo, fue el primero en ser abatido por la espalda en la calle como un perro el 30 de mayo de 1984 por saber demasiado de la guerra contra el narcotráfico y sus lazos con los militares y los gobernantes de México.

Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el Desierto -sobre las más de 400 asesinadas de Ciudad Juárez-- ha sido un hombre perseguido durante años. En México, investigar sobre el crimen, las drogas, las fortunas malhabidas es correr riesgo de muerte. Por eso es admirable la constancia con la que la revista Proceso y el gran Jenaro Villamil han denunciado a los miembros del crimen organizado que fueron capaces en el norte de asesinar a María Elizabeth Macías, jefa de información de Primera Hora de Nuevo Laredo en 2011 y dejaron su cabeza decapitada sobre su mesa de trabajo al lado de su teclado. También en el sur, en Veracruz, fue asesinada en su casa la corresponsal de Proceso Regina Martínez el 28 de abril de 2012. A propósito de las mujeres quisiera recordar aquí a Lydia Cacho, formidable luchadora contra la pederastia, a Sanjuana Martínez que se para sola en medio de los balazos en Monterrey, a Carmen Aristegui, a Marcela Turati de Proceso, a Jesusa Cervantes y a otras que caminan al borde del peligro, son perseguidas y se la juegan. Jon Lee Anderson acaba de declarar en Jalapa que para un periodista, México es el país más peligroso del mundo.

Todas ellas, al lado de José Joaquín Blanco, Fabrizio Mejía, Hermann Bellinghausen, Jaime Avilés y el alto Villoro somos lo que se ha dado en llamar “comprometidos”. ¿Por qué lo somos? Porque damos una información que no ofrece la prensa oficial y nos esforzamos en la investigación, pero sobre todo porque al escribir vinculamos nuestra experiencia privada al destino colectivo. Si en México y en América Latina el auge del testimonio es grande, es porque en nuestros países todavía hay grandes zonas por descubrir, todavía es palpable la orfandad de grandes minorías sociales. No creo que pretendamos darle voz a quienes no la tienen (como se ha dicho en varias ocasiones) porque su voz barre con todos nosotros. Al contrario, la voz de Jesusa Palancares es poderosa porque es única y no la han cincelado las convenciones. Es a esa voz que sigo desde hace muchos años.

A esta tarea se ha querido darle una ideología. Pero ¿cómo abarcar la ideología de una ciudad de 20 millones de habitantes? Fabrizio Mejía consignó una frase en una manta del movimiento #YoSoy132. “Si tú no ardes, yo no ardo. Y si no ardemos juntos, ¿quién iluminará esta oscuridad?”

Hoy en día, los cronistas de la ciudad de México ya no podrían abarcarla. Lo dijo Guillermo Tovar y de Teresa al sugerir que cada delegación tuviera el suyo. Ayer fueron Antonio García Cubas, Luis González Obregón, Ángel del Campo “Micrós“, hoy son Carlos Monsiváis, Fabrizio Mejía Madrid, Juan Villoro, Jaime Avilés, José Joaquín Blanco, Hermann Bellinghausen, Emiliano Pérez que nos regala a Ciudad Neza y muchos nuevos escritores a quienes aún no les salen callos, juanetes, uñeros, ojos de pescado ni de pie de atleta. ¿Podrán con esta ciudad tan demandante y diversa?

Mientras duren en los países de América Latina las condiciones de opresión, miseria y marginación, la crónica que se deriva de la historia oral será la única manera que tenga el lector de enterarse de vivencias insospechadas y ajenas. Un lector muchas veces hostil a conocer las verdades de su propia realidad.

El lugar común acerca de que la realidad supera a la ficción abarca no sólo a Gabriel García Márquez sino también a los cronistas. Es así como Bernal Díaz del Castillo es un gran novelista aunque no consigne las masacres de los primeros mexicanos. Las “Cartas de Relación de Hernán Cortés” son parte de la inmensa crónica que hacen los conquistadores de América Latina pero el historiador Miguel León Portilla los evidencia, al menos para nosotros, al recuperar para México el otro lado de la medalla en La visión de los vencidos.

Es así también como Guillermo Prieto, Francisco Zarco, Manuel Payno y muchos más ennoblecen a México. Es así como Carlos Monsiváis no necesita escribir novelas para transmitir su inmensa capacidad creativa y su talento de narrador. En su última y apasionante novela Disparos en la oscuridad sobre Díaz Ordaz, Fabrizio Mejía Madrid reúne sus dotes de novelista con la excelencia de sus grandes crónicas.

Fabrizio Mejía Madrid, mi amigo, me dijo que hablara de cómo había escrito las crónicas del '68, de Fuerte es el silencio, de Nada nadie, las voces del temblor y de otros textos publicados a lo largo del tiempo que ya es mucho porque de 1968 a 2012 han pasado 44 años. “¿Usaste grabadora? ¿Les pusiste un cuchillo en la panza para que hablaran? ¿Cómo le hiciste? ¿A qué hora lo hiciste?” Ricardo Pozas había dado a conocer en 1948 un clásico, Juan Pérez Jolote, la vida de un tzotzil de San Juan Chamula Chiapas que le dijo: “Quiero vivir. Soy indio Chamula, no sé en qué año nací”. Quizá este “statement” conmovedor influyó en que deseara yo conocer a aquellos que no saben en qué año nacieron y quieren vivir. En cierto modo, pretendía integrarme a la vida de México, mi país, yo que fui niña francesa hasta los diez años. Si yo lograba entender lo que les sucedía a otros, probablemente podría vivir otras vidas además de mi propia vida. Biografía de un cimarrón del cubano Miguel Barnet, publicada en 1963 fue otra experiencia de vida, como lo fueron Los Hijos de Sánchez que Oscar Lewis lanzó en México, para gran escándalo de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y provocó la expulsión del Fondo de Cultura Económica de su director Arnaldo Orfila Reynal.

En cierta forma el escándalo de Los Hijos de Sánchez consolidó al testimonio. “Se lee como una novela”, decían los comentaristas.

“Cuenta ¿cómo le haces?”, insiste Fabrizio Mejía Madrid.

Meto todo en lo que escribo, las palabras y las miradas, diálogos, descripciones objetivas y subjetivas, observaciones que creo sesudas, monólogos interiores, mis propios sentimientos e impresiones, ¡cuántas impresiones y cuántos recuerdos!, la torpeza de mis buenas intenciones, el rechazo de mis entrevistado a su aceptación.

Trato de que no se me olvide nada, repaso, corrijo y vuelo a corregir. Describo lo que veo, se me caen los ojos de cansancio sobre el teclado pero allí sigo atornillada esperando que algún día escribiré un buen texto, una buena crónica, una buena novela, la ilusión que compartimos los que nos dedicamos a esto. Mis vivencias más genuinas surgen al escribir y no al calor de los acontecimientos o cuando la amenaza es real. Claro que lo que me repito mentalmente hora tras hora nunca sale igual en el papel. Investigo, intento ser minuciosa, soy subjetiva y emocional, me equivoco, torturo a mis entrevistados que no son otra cosa que mis personajes y llamo por teléfono a Monsiváis, consejero áulico de sus amigas, que a la primera frase me dice que todo está bien con la esperanza de que me encierren con los loquitos de la Castañeda. Pero insisto, siempre insisto.

Soy mujer, soy subjetiva y emocional pero intento ofrecer descripciones objetivas, sobre todo de los personajes que entrevisto. Lo que escribo es impresionista pero sobre todo está ligado al periodismo. A los que más siento mis compañeros son a los reporteros que se apasionan por la historia detrás de la noticia e intentan reflejarla e ir más allá como lo hizo Truman Capote quien utilizó mecanismos de ficción para su A sangre fría.

Las crónicas del movimiento estudiantil de 1968 y la masacre del 2 de octubre de 1968, las del terremoto de 1985, las de la toma de tierras por paracaidistas en Morelos y las de madres de desaparecidos políticos son producto de la indignación que he sentido por los jóvenes y su lucha. Esta alianza con los estudiantes se inició en 1968, continuó con el festival de rock de Avándaro y con las brigadas de simpatizantes que salían desde la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM a las comunidades indígenas en 1994 en apoyo al Ejército Zapatista en Chiapas.

En 1968, a partir del mes de octubre empecé a ir de nuevo a Lecumberri a visitar a los estudiantes presos políticos como lo había hecho diez años antes, en 1959, a los ferrocarrileros y a su líder oaxaqueño Demetrio Vallejo. La indignación por la masacre de los muchachos en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre y el hecho de que los periódicos la silenciaran y se ejerciera una censura contra cualquier información que no fuera la oficial hizo que uno tras otro, el diario Novedades rechazara los artículos que escribí. Hasta una entrevista con la periodista italiana Oriana Fallaci fue a dar al cajón de los artículos censurados.

Si los estudiantes y algunos de sus maestros pasaron dos años y medio en la cárcel después del 2 de octubre, no podemos prever qué futuro les espera a los chavos del #YoSoy132 , mucho más numerosos que los del 68, con mayor capacidad de convocatoria y mayor respuesta popular y repercusión mediática. Tampoco podemos adivinar qué sucederá en 2018 aunque hay probabilidades de que el PRI llegó para quedarse. El #YoSoy132 no tiene líderes aparentes y es encomiable su horizontalidad. Antonio Attolini Mura, uno de sus voceros más articulados y alumno del ITAM, me llamó la atención por su inteligencia. Lo que he oído en alguna que otra asamblea me llenó de entusiasmo porque los oradores eran bien concretos y valientes como lo fueron cuando salieron a la calle para manifestarse contra Televisa. El movimiento #YoSoy132 es, antes que el del 68, un movimiento de masas. La mayoría reclama ser #YoSoy132. En el Distrito Federal, los muchachos cuentan con la solidaridad de los citadinos. Somos muchos lo que queremos escucharlos y ayudarlos a convertirse en una gran organización política. Personalmente los veo como a salvadores, cosa que no me sucede con los partidos políticos. También habría que mencionar al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza el poeta Javier Sicilia y que ha trascendido hasta cambiar la vida de muchos jóvenes que antes considerábamos “fresa”.

Antes de terminar, quisiera asentar que no somos víctimas. Al contrario, las víctimas son aquellas que se esclavizan hasta a un par de pantuflas y no pueden salir de la cama si no las encuentran, como me lo dijo un día Sergio Pitol a quién vi en la tele firmar su “El mago de Viena” en el Hay Festival de Jalapa. Ahora, a los ochenta años estoy consciente de que pase lo que pase, el contacto con hombres, mujeres, niños que confiaron en mí y me hicieron la crónica de sus horas y sus días, la vida de la calle y de los barrios populares, el haber sido testigo de tragedias como la del 2 de octubre y las del 19 y 20 de septiembre, los 5 días de plantón en el zócalo en 2010 (que todos consideran un error garrafal) nutren esa novela, invisible aún, que quiere ser mi vida y la enriquecen silenciosamente. Soy lo que soy por las miles de voces que he escuchado. Estoy hecha de las múltiples entregas de los que me han dado su confianza. Por esta razón, mi agradecimiento al otro es infinito y la identificación que siento con los demás es estimulante a más no poder. Vivo, en verdad, como un cable de alta tensión, siempre a punto del corto circuito. El poeta Jaime Sabines lo dice mejor que yo y me permito pedirle prestadas sus palabras ya que también fue mi entrevistado:

“Me quité los zapatos para andar sobre las brasas.
Me quité la piel para estrecharte.
Me quité el cuerpo para amarte.
Me quité el alma para ser tú.”

Este es el texto leído en la apertura del ‘Encuentro Nuevos Cronistas de Indias 2’, organizado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), el octubre pasado en la ciudad de DF.

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