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Domingo, 26 de enero de 2014
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GUERRILLA EN DISNEYLANDIA

Escape From Tomorrow, la película filmada en el Disney World de Orlando, que propone mostrar, a través de la descomposición de una familia de clase media que visita el parque, uno de los costados oscuros que subyacen a una de las fábricas de cultura popular más importantes del siglo XX.

Por Mariano Kairuz
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Y mientras que a la película que se originó en un retrato no autorizado del mismísimo Walt Disney finalmente le abrieron las puertas para filmar Disneyland, en el verdadero parque –poniendo a sus empleados a disposición como extras y todo–, hace un año empezó a circular, un poco marginalmente, otra película filmada en los parques temáticos de Disney, pero de manera totalmente clandestina. La película se llama Escape From Tomorrow, es la ópera prima del norteamericano Randy Moore –que la realizó en el Disney World de Orlando con un equipo reducido de actores desconocidos y un director de fotografía– y se propone mostrar, de modo más lúdico que crítico, uno de los costados oscuros que subyacen a tanta algarabía, color, y festividad; todas esas cosas de la casa del ratón que Travers aborrecía.

Escape From Tomorrow tuvo su estreno en enero de 2013 en Sundance, rodeado de cierto misterio y el temor, por parte de sus responsables, de que “la corporación” se enterara y consiguiera detener las siguientes proyecciones programadas. En cuanto se dio la primera función, los rumores comenzaron a correr por blogs y redes sociales: alguien había filmado una película entera dentro de los parques de la compañía, con una trama oscura y siniestra, tirando a lyncheana, sin que los sistemas de seguridad se dieran por enterados, aprovechando la pequeñez y ubicuidad de las cámaras digitales. Enseguida se dijo de todo sobre el significado de semejante puesta, y no faltaron quienes la celebraran como una boutade contra este icono del capitalismo salvaje y el colonialismo cultural (y otras exageraciones por el estilo). Pero lo cierto es que Randy Moore jamás se propuso enarbolar semejante causa, sino apenas expresar la ambigüedad y los sentimientos contradictorios con los que a veces debe lidiar cualquiera que haya crecido viendo, queriendo y formándose con los personajes y las películas y el merchandising de Disney, y que eventualmente haya descubierto o entrevisto algunos de los hilos que tiran de semejante estructura, o que haya entendido también que no hay escapatoria, que todos somos cautivos, más tarde o más temprano, de uno de los fabricantes de cultura popular más importantes del siglo XX.

El ardid argumental de la película es interesante: una familia estadounidense de clase media –mamá y papá de alrededor de 40, nene y nena rubicundos– pasa su último día de vacaciones en el parque. Al comenzar el día, al padre recibe una inoportuna (e improbable) llamada a la habitación de hotel del mismo parque en el que se hospedan, por la que le anuncian que acaba de perder su empleo. El hombre decide no contárselo a la familia para no empañar la última jornada. Pero una nube negra se posa sobre todo lo que está por venir: en una suerte de sueño febril, papá empieza a tener visiones algo diabólicas que se superponen sobre los personajes más convencionalmente enternecedores del parque, a la vez que se obsesiona con dos adolescentes francesas, que parecen histeriquearle un poco desde la distancia. Con el correr de las horas, sobrevienen los desacuerdos dentro del matrimonio por las pavadas más cotidianas –como el almuerzo de los chicos, la aplicación del protector solar, etcétera– mientras que el entorno no deja de enrarecerse: el hombre y su hija se topan reiteradamente en su camino con un personaje especialmente tenebroso, un hombre en silla de ruedas que hace comentarios irónicos y equívocos. Eventualmente, la desventura se torna más surrealista, hasta fantástica, sin retorno, y adquiere visos de film de ciencia ficción paranoide de los ‘70. Lo más notable es que Moore nunca deja de recurrir a la mitología propia de Disney, como sus brujas y sus princesas y sus hadas, cuyas imágenes adquieren un tenor sexual que no hace otra cosa que explicitar lo que subyace sin muchas dudas en las versiones oficiales de esos personajes (¿o acaso Tinkerbell, la Campanilla de los polvos mágicos de Peter Pan, no fue siempre un sex symbol de faldas brevísimas y salvajes, en la versión de Disney?). El efecto más inmediato de la película parece ser un comentario de la naturaleza simbólica de los parques de Disney, o al menos la percepción que buena parte de su público tiene de ellos, y la promesa invariablemente mal encaminada de muchas familias como las que retrata la película, de la vacación ideal, del paseo por el paraíso. La familia quebrada, el padre lascivo y libidinoso, difícilmente tienen que ver con los “valores” del film animado promedio para chicos, y a su vez, sí está entroncado de algún modo en la mitología Disney, que tantos padres ha matado en sus películas más clásicas, creando tantos héroes huérfanos.

Según una de las primeras críticas publicadas tras el estreno del film en Sundance (la de Eric Kohn en IndieWire.com), “la interpretación obvia con la que uno sale del cine es que Disney no sólo tiene el poder de volvernos locos sino que acaso ya lo ha hecho”, y que usa su propia escenografía “para explorar la fuerza corruptora del entretenimiento corporativo en su manifestación más excesiva”. Para Matt Zoller Seitz, de Vulture.com, “se trata de un acto de vandalismo cultural, el equivalente cinematográfico de garabatearles genitales a dibujitos simpáticos de libros infantiles”, una película “de guerrilla que carga contra la plácida, asexuada, límpida versión de la felicidad que nos vende Disney”.

Hay algo de esa idea de alienación que encontraron los críticos, pero para Moore el origen de sus obsesiones es mucho más sencillo. Criado en Illinois, Moore pasó su infancia y adolescencia visitando a su padre divorciado en Orlando; y visitando junto con él Disney World, cada vez con mayor frecuencia. “Obviamente, tengo un montón de asuntos con mi padre, con quien hoy no nos hablamos, y que no puedo deslindar de ese lugar”, dijo recientemente Moore. Tras estudiar cine, se instaló en California y allí formó su propia familia, y empezó a llevar a sus hijos al parque, adquiriendo una perspectiva distinta de aquello que había conocido de chico. “Fue como si mi padre hubiera estado ahí como un fantasma. Hubo una época en la que, como íbamos cada verano, empecé a tener la sensación de que mi padre vivía en el parque. Al volver después de unos cuantos años, ma asaltó este aluvión de sensaciones, fue una experiencia surrealista y tuve la necesidad de encontrar una conexión entre mis recuerdos y esta sensación. Mi esposa, una mujer de la ex Unión Soviética que trabaja de enfermera, me dijo, mientras visitábamos una feria de princesas saturada de niños gritando y reclamándoles a sus padres que les compraran estas varitas mágicas de plástico ridículamente caras, que esto era peor que trabajar en el pabellón psiquiátrico de su hospital”.

“Pero lo cierto es que creo –dice Moore– que Walt Disney era un genio. Simplemente me hubiera gustado que su visión no se convirtiera en algo tan corporativo. Ocurre que cuando uno crece, empieza a ver las grietas en los enchapados que no advertía de chico, pero que ya estaban allí. Y también empieza a percibir que en estos parques hay alguna gente muy extraña, que parece estar en una dimensión alternativa. Son como una porción de Norteamérica. Si uno quiere saber cómo son los Estados Unidos, debe ir a Orlando. Creo que es el corazón de América, y que muestra lo loco que está nuestro país.”

Por lo pronto, los temores de Moore y de la compañía que tomó su film para distribuirlo comercialmente –acá no está previsto su estreno, pero se lo encuentra sin dificultad en Internet– nunca se materializaron. Disney, la compañía, no sólo optó por no tomar acciones legales contra la producción, sino que ni siquiera emitió un comunicado oficial, acaso para no darle una publicidad –por la contraria– indeseada.

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