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Domingo, 16 de febrero de 2014
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De la A a la zt, la historia del sida en los Estados Unidos

DROGAS DURAS

Por Claudio Zeiger
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La historia del sida en los Estados Unidos ha tenido dos centros gravitantes, Nueva York y San Francisco, y un año bisagra, el de 1985, cuando el 2 de octubre la muerte del actor Rock Hudson marcó un antes y un después, poniendo la enfermedad en vidriera de cara al gran público, desatando el pánico y la paranoia, abrevando en el conservadurismo y la discriminación. Dallas Buyers Club comienza precisamente en 1985, con un diario que muestra el titular en primera plana de la muerte de Hudson mientras los cowboys se ríen del actor marica. Dallas Buyers Club vino a sumar así humildemente a Dallas a la cartografía de esta historia de médicos, laboratorios, activistas y políticos encabezados por el inverosímil presidente Ronald Reagan; desde la tierra de los rodeos y vaqueros, un caballero solitario llamado Ron Woodroof llegó a desafiar al Estado y a la Justicia norteamericanos a partir de una acción individual. Curiosa forma fue la suya de politizar la crisis del sida, que lo convirtió en una especie ambigua y casi única de militante social. El gran cronista Randy Shilts, autor de Y la banda siguió tocando (literalmente la historia del sida en EE.UU. desde sus inicios hasta 1988), señaló que de 1980 a 1985 todo fue tiempo perdido, la ausencia total de políticas sanitarias y campañas públicas, algo que en definitiva alimentó la pandemia y la muerte en masa de los años siguientes. Su libro ilumina esa revelación epifánica que ofreció el sida: el cuerpo se hizo político, la política se hizo carne y sangre. Lo que a su vez revela la película, sobria en el relato del self made man, un vaquero con sombrero tejano, un homofóbico declarado, un patán atroz para más datos (pero más que querible cuando todo se precipita y va cayendo en desgracia), es ni más ni menos que el vínculo directo entre micro y macropolítica. A los pacientes y enfermos de esta película se les mete el virus en el cuerpo insidiosamente y en un momento se les cae el sistema en la cabeza. La infiltración y la aplanadora. El poder de la burocracia inhumana encarnada en el film por la poderosa FDA, la Federación de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos, fue la respuesta a una acción directa del desesperado Ron, que sin muchas prevenciones ni mayor conciencia se desplaza de dealer a militante. Hombre y Estado quedan frente a frente y a cara de perro, pero ¡ojo! maniqueos y degustadores de victimizaciones al plato: a los dos los asiste parte de verdad, y hay una verdad científica que, aunque rígida y exacerbada por el terrible conservadurismo de la época, necesitó de sacrificios y de pruebas controladas para el diagnóstico certero. Como se reconoce en los cartelitos finales del film, el Malo de la Película, el AZT, terminó por ser reconocido como miembro del club de la cura. Pero todas estas apreciaciones no le quitan ni un ápice de fuerza y verdad a la lucha de Ron por hacer llegar a los enfermos diversos medicamentos, complejos vitamínicos, proteínas y hasta productos homeopáticos y alternativos que la rígida burocracia no autorizaba ni autorizaría por años, dejando librados a su suerte a muchos pacientes cuya única alternativa era la muerte lenta y sufrida o el AZT, que en los comienzos era también visto como un mero paliativo y, para colmo de males, altamente tóxico. Así de intrincado y casi perverso era el cuadro de situación, alimentando la fantasía de que el virus del sida había sido “provocado” en un laboratorio para eliminar grupos indeseables. Ese mito desde luego alimentó también el contramito que sostuvo la lucha de Ron y de muchos médicos y científicos: la cura sólo podría venir de la farmacología, de los propios laboratorios. Por eso, Woodroof no se dedica a visualizar frente al espejo, ni a meditar, ni a tomar leche cultivada, sino que se convierte en un emprendedor traficante de drogas duras, las más duras que puedan consumirse e inyectarse, como la interferona, que le provoca un infarto en el baño de un aeropuerto apenas descendido del Japón, de donde acaba de ingresarla ilegalmente. Su concepto de autoayuda es tan destructivo que paradójicamente lo va haciendo zafar. Por eso prueba en su propio cuerpo lo que sea que le pusiera sobre la mesa el médico fracasado que conoce en México: de DDC a Aloe Vera. Lo que haya. Por eso, a pesar de que vive acusando a uno de los médicos de matar a sus pacientes con AZT, al comienzo soborna a un enfermero para que se lo provea y se lo zampa sin tener mucha idea si debe tomar una, dos o quince pastillas. Ron es básicamente un consumidor de todo lo que hace mal, y en su infinita capacidad por dañarse a sí mismo logrará rescatarse y sobrevivir unos cuantos años, hasta que fallece en 1992. No era poco para alguien a quien le habían pronosticado un mes de vida. Ron Woodroof es la prueba viviente de que las cosas debieron hacerse de otro modo a como él mismo proponía, siguiendo los protocolos, controlando y chequeando cada fármaco que se proveía, pero el problema radicaba en la total ausencia del protocolo humano, el protocolo compasivo. El factor humano estuvo menguado –hasta el límite de lo inhumano– en la historia del sida en sus primeros años, y esta vez sí en el mundo entero, no sólo en los Estados Unidos. Eran aquellos años en los que se catalogaba a la enfermedad como propia de ciertos grupos de riesgo que, además, no eran los mejores del barrio, aquellos años de “peste rosa” e invocaciones acerca de castigos divinos, años impiadosos que echaron a las sociedades en brazos de la discriminación, el miedo y la locura. El hombre lobo del hombre. Woodroof fue las dos caras de esa época: fue inhumano primero, más que humano después. Y su historia, nacida en un pequeño lugar del mundo por el que no pasaba la Historia a menudo, ahora es parte de eso que Randy Shilts y otro puñado de valientes tan bien retrataron en los años ’80, esa épica con más antihéroes que héroes y con más muertos que La Ilíada.

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