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Domingo, 4 de mayo de 2014
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EL ÚLTIMO ESCRITOR

Por Ignacio Echevarría

A pesar del humor que destilan tantos de sus pasajes, a pesar del espíritu lúdico que anima en buena medida el libro entero, a pesar de la gozosa glotonería que lo abulta, la lectura de La parte inventada arroja un saldo final de tristeza. Una nota elegíaca recorre, como en sordina, toda la novela, que tiene algo de extrañamente crepuscular. Que inspira, acaso sin proponérselo, la melancolía propia de las especies en extinción. De los grandes paquidermos, pongamos por caso. O mejor aún: de un gran cetáceo cuyo lomo resoplante emergiera en un océano contaminado, repleto de basura.

“El libro –ha declarado Fresán refiriéndose a La parte inventada– es una apología de la lectura y del acto de leer, que en realidad es el acto fundamental. Escribir es un reflejo de la lectura. Se trata de algo que quería defender de la manera más sutil, sin caer en el panfleto.”

Pero ¿es así, en realidad?

Leer es un acto posterior a escribir. Por rudimentario que resulte plantearlo en estos términos, tuvo que haber un primer escritor antes que un primer lector. Durante siglos, la inconmensurable desproporción entre la masa de escritores y de lectores permitió pensar que lo natural, lo corriente, es leer. Pero en la cultura contemporánea se ha invertido esta tendencia. O, cuando menos, se ha corregido. Por primera vez en la historia, la masa de lectores y la de escritores empiezan a equipararse. Ha surgido una especie nueva: la del escritor que no lee. A la consigna de Osvaldo Lamborghini (“primero publicar, después escribir”) se le ha sobrepuesto la de “primero escribir, después leer”. Como sea, “el acto fundamental” de la lectura queda lejos de ser el primigenio.

La pulsión de escribir, exacerbada por las nuevas tecnologías, ha tenido por efecto la progresiva trivialización de la figura del escritor, que el romanticismo había convertido en una mezcla de héroe y asceta, cada vez más acosado por los imperativos del mercado, de la industria editorial, de los medios de comunicación. Y entretanto, la estructura misma de la relación del escritor con su público y de los dos con el libro está siendo profundamente trastrocada.

Así las cosas, no es extraño que, sin perjuicio de su pasión por escribir, Fresán diga que “cada vez me gusta menos ser escritor”. Y eso a pesar de que los escritores son, han sido siempre, lo que más le interesa. A pesar de que son, siguen siendo los escritores, de hecho, casi lo único que le interesa, como deja bien a las claras el que sean escritores, casi fatalmente, los protagonistas de todas sus obras.

La parte inventada escenifica compleja y obsesivamente –con perplejidad, con lucidez, con patetismo, con resentimiento, incluso con rabia– el no-lugar del escritor en la cultura contemporánea. O, mejor dicho, del Escritor, en una acepción seguramente anticuada, quizá obsoleta (tanto o más, en cualquier caso, que la del Lector, también con mayúscula).

Lo paradójico es que, aun aferrado él mismo a esa idea periclitada del Escritor (idea que alienta el mito contemporáneo del escritor escondido, del escritor perdido, mito en el que abunda La parte inventada), el propio Fresán encarna, a ojos de muchos, y sin duda a los de sus más jóvenes admiradores, una versión mutante de ella. Mutante por cuanto su propia escritura, tan sensible a la cultura pop, tan determinada por la hiperconectividad, por el autismo, por el enciclopedismo, por las estructuras arborescentes que son marca de la era de Internet, refleja muy acusadamente algunos de los rasgos del nuevo orden que ha socavado el lugar del Escritor (de nuevo la mayúscula), y queda, por fortuna, muy lejos de postularse como reliquia de las viejas formas, aun cuando persevera con tozudez en su reivindicación del estilo como distintivo de la buena literatura.

De las tensiones que padece un escritor de su tiempo que sin embargo se siente extraño a su tiempo se desprende el aliciente principal de una novela que, desde este punto de vista, tiene mucho de diagnóstico de la situación tan vulnerable y movediza, tan ansiosa y suspicaz del escritor en la actualidad. Al menos de un escritor como Rodrigo Fresán, que con descarnada prolijidad se sirve de su propia experiencia, convenientemente exagerada –estilizada–, para dar testimonio de una vocación que, con razón, se le antoja a él cada día más peregrina; quizá, como dice él mismo, porque “es una vocación infantil y romántica”.

Son esos dos términos, el de una infancia convertida en paraíso perdido y el del romanticismo asociado a su recuerdo, los que segregan, en definitiva, esa melancolía que impregna La parte inventada, que se postula irónica y retadoramente como particular monumento al Escritor y al Lector presentados como extemporáneos héroes de una pasión exaltante, inútil y devoradora llamada Literatura.

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