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Miércoles, 19 de diciembre de 2007
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DONDE SUPURA EL AIRE, ULTIMO LIBRO DE ISAIAS

Aquellos cantos de la herida

Jorge Isaías vuelve a explorar el lugar de la experiencia, el de las marcas de la pérdida y la intemperie extrema.

Por Sonia Scarabelli
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Isaías, un poeta de trayectoria

En su nuevo libro de poemas, Donde supura el aire (Nos y Otros Editores, 2007), Jorge Isaías (Los Quirquinchos, 1946) vuelve a explorar, para profundizarlo, el lugar donde la poesía puede otorgar voz a la experiencia de la finitud, modulando, con una aspereza que desmiente cualquier asepsia filosófica, las marcas de la pérdida y la intemperie extrema de aquellos que han quedado en las filas de los vencidos.

Esta vertiente, que como señalábamos, es un rasgo constitutivo de la poética de Isaías, alcanza en este caso en particular una crudeza intensificada por la serie, construyendo en cierto sentido una especie de narración del desastre que asume un registro irónico y mordiente. Las palabras no buscan aquí la sutura redentora, por el contrario, dan la impresión de escarbar en sí mismas buscando el nervio donde la pena se convierte en respuesta airada.

Así, el verso de Miguel Hernández que sirve de epígrafe al libro, "Me quiero distraer de tanta herida", pareciera puesto allí como un conjuro frente a lo inevitable: la visión del dolor que, sin embargo, no cesa de hacerse presente en una atmósfera signada por una suerte de luz crepuscular. Pero es necesario insistir en esto: la raíz de ese dolor no es abstracta, atemporal, sino que tiene un asidero histórico. Esta raíz histórica del sufrimiento marca un antes y un después del sentido y enuncia la divisoria de aguas entre un tiempo en el cual aún eran posibles las utopías, y otro, en el que esa posibilidad parece haberse perdido de manera definitiva: "El olvido corroe/ las palabras/ que supusimos inmortales/ los gesto heroicos/ que no nos fueron pedidos/ el sacrificio que no nos será/ reconocido/ y esta voluntad/ que no es sino/ el camino de los mártires".

Con un tono por momentos furioso y por momentos elegíaco, la serie de cincuenta poemas que componen Donde supura el aire afirma la caída no como un accidente esencialista, sino como un acto material, concreto, que inscribe en la voz del yo lírico una conciencia amarga: "Pobres los que lloran/ demandando cariño/ y reconocimiento/ pobres los que no saben/ que las ciudades/ están muertas/ y nosotros estamos/ indefensos/ ante los miserables/ que deciden...".

Pero la fatalidad de ese proceso no está exenta de responsabilidad; el fracaso no está dado por una fuerza exterior sino que se fragua en la acción de los sujetos: "No nos afectan/ las tribulaciones/ de una época/ pretérita/ porque obramos/ con la soberbia/ incipiente del porvenir./ Pobres de ingenuidad/ y ricos en petulancia/ sólo somos dueños/ fugaces/ de este presente/ que se nos fue".

La progresión del desconsuelo pero, más aún, de la desdicha, revela un proceso de disolución que, enunciado por el yo acerca de sí mismo ("De aquel tiempo/ apenas rescaté/ una moneda/ que como todo en mí/ ya perdió su valor."), se transfiere a su entorno, se convierte en experiencia colectiva e imanta al paisaje mismo: "Somos/ como ese ejército/ derrotado/ que se dispersa/ en la llanura/ cuando el sol/ se muere/ y no quedan esperanzas/ detrás de aquel/ cerco alto de espinas".

Y es en ese punto en el que toda salida parece imposible, y la derrota parece haber alcanzado una intensidad casi sin fisuras, donde irrumpe la memoria del amor como una escena desde la cual alzar en la palabra un refugio de instantánea belleza: "Casi llorando/ duraban las delicias/ cuando el mar/ tendía/ tu amor de espaldas/ a la lluvia/ y yo empezaba a ser feliz". Sólo en los detalles del cuerpo amado se insinúa la sustancia tenaz que devuelve al yo, por un momento, otra imagen de sí. Y aún en el escenario dominado por la crisis y la pérdida, son estos detalles los que hacen la diferencia. Y es desde allí desde donde otra voz pareciera querer abrirse paso para cantar, casi por única vez, un impensado día de victoria: "Un día claro, venceremos./ Ya no morirán los niños/ ya el futuro cantará/ con claridad en todas/ las gargantas".

En este sentido, Donde supura el aire puede leerse casi como una memoria de sobreviviente, escrita para nombrar lo que no fue, sí, pero también para señalar el presente como campo de ruinas en el que la devastación tiene una profunda carga histórica y humana, y por eso mismo, quizás, la clave incipiente de su transformación.

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