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Lunes, 14 de julio de 2008
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Uno de los mejores films de los Estudios Pixar se estreno en la ciudad

Wall-E, un robot sentimental y melancólico

Por Leandro Arteaga
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Wall-E, robot pequeño y rutinario, habita una Tierra desolada.

Wall-E 10 puntos

Dirección y guión: Andrew Stanton.

Música: Thomas Newman, Peter Gabriel.

Voces: Ben Burtt, Elissa Knight, Jeff Garlin, Fred Willard, John Ratzenberger, Kathy Najimy.

Duración: 97 minutos.

Salas: Monumental, Village, Showcase, Del Siglo.

No hay duda de que el mejor negocio para Disney sigue siendo la apropiación de los Estudios Pixar. Porque ante la tontera que caracterizan sus últimas películas, carentes de frescura e ingenio, Pixar se erige como la espontaneidad recuperada. Aquella que Walt Disney, lejos en el tiempo, supo tener con films hoy clásicos y víctimas, muchos de ellos, de secuelas nefastas.

Si Monsters, Inc. (2001) y Ratatouille (2007) supieron situarse como expresión magnífica de estos estudios, expertos en animación digital, no lo fue por la instrumentación -brillante- de la técnica animada, sino por la confección de un guión inteligente, libre de golpes bajos y chistes brutos, recursos desde los que se construye, convengamos, la factoría Dreamworks y sus productos marca Shrek (El Espanta Tiburones, Kung Fu Panda). Y por si fuera poco, con Wall﷓E Pixar ha logrado, desde mi entender, el mejor de sus films.

Wall-E, robot pequeño y rutinario, habita una Tierra desolada y poblada de basura, de residuos de una raza humana ausente. Desde esta premisa, que irá abriendo un abanico progresivo, el film nos permitirá averiguar qué ha ocurrido, mientras acompañamos al robot en sus tareas y sueños. Porque Wall-E, así como solitario compactador de desechos, constructor de edificios-basura, sabe separar aquellos objetos que guardan algún misterio, y que amontona ordenadamente en su cubículo-refugio. Todo ello mientras escucha "Put On Your Sunday Clothes", e imita los pasos de baile de "Hello, Dolly!" desde la imagen rasgada de un viejo video cassette.

Wall-E atesorará todo elemento que le permita emular la vestimenta y los pasos que danzan ante sus ojos multifocales. Pero nada sustituye a la compañera de baile. Por melancolía asumida, en la búsqueda de un remedio que la cure, Wall-E decide seguir, empecinado, el motivo de la lucecita roja que titila sobre el suelo. Será entonces cuando ella, finalmente, arribe a su mundo de óxido.

No vamos a entrar en detalles argumentales, sólo señalar la manera genial desde la cual Wall-E, el film, reelabora mitos creacionistas. La certeza desde la que piensa y resuelve la relación afectiva. Lo insólito de su primera hora. Porque la mitad del film brilla por la ausencia de la palabra hablada. Wall﷓E narra de un modo inhabitual para el cine actual, ya no solo infantil, sino norteamericano por definición. (Habrá que contrastar, en este sentido, la torpeza y obviedad desde la que se propone el prólogo de la reciente Soy Leyenda).

A lo que se suma el retrato que del ser humano -o norteamericano medio, convengamos- el film expone. Gordos a reventar. Todos juntos y aislados. Presos de sus pantallas virtuales. Olvidados de sí en la comodidad de sus sillas flotantes. Víctimas de la comida industrial. Desmemoriados. Y títeres de decisiones gubernamentales que ya ni siquiera recuerdan.

Elijo, para finalizar y como momento favorito, uno que merece ser compañía de la mesita de luz: el baile espacial entre Wall-E y su amada, donde las estelas de vuelo dibujan una pasión imposible de no evocar. Desde ahora y para siempre.

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