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Lunes, 11 de agosto de 2008
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Antes que el diablo..., joya de Sydney Lumet

Víctimas de una historia maldita

Por Leandro Arteaga
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La película perturba y su desenlace corrobora esta angustia.

Antes que el diablo sepa que estás muerto. Before the Devil Knows You're Dead. EE.UU./Inglaterra, 2007

Dirección: Sidney Lumet.

Música: Carter Burwell.

Intérpretes: Philip Seymour Hoffman, Ethan Hawke, Marisa Tomei.

Duración: 117 minutos.

Salas: Monumental, Del Siglo, Village, Showcase.

9 (nueve) puntos

Un grupo familiar condenado a un destino irrevocable. Un personaje maldito que debe cargar con la desesperación de una vida que lo ha marginado y, por ende, condicionado. El desenlace inevitable, terrible, ha sido invocado desde hace tiempo. Nada puede parar lo que ha de devenir. Así como en una tragedia griega.

Son dos los hermanos, Andy y Hank (Philip S. Hoffman y Ethan Hawke). Unidos por la sangre pero también por las deudas. Problemas de dinero, de familia, de amores desgarrados. El robo como posibilidad, entonces, de solución y de disimulo social. Las víctimas elegidas: los propios padres.

Se entreteje -mejor dicho, se reconstruye- lentamente, marginalmente, pero esencialmente, una historia de familia. El robo ya no será tan importante por el dinero sino por lo que lo motiva, por lo que esconde, por lo que significa. Hermanos alimentados por un mismo seno pero con vidas diferentes. Nada sale como estaba planeado. Porque lo que debía ocurrir, finalmente, habrá de ocurrir.

Para que todo esto pase, Antes que el diablo sepa que estás muerto nos narra el hecho mientras se deconstruye y vuelve a construir. Desarma y rearma su rompecabezas de personajes. Cuando se despide de una situación sabe volver a ella -por medio de los sucesivos flash-backs- desde otro lugar, con una cámara que sabe situarse desde miradas diferentes, pluralmente. De manera tal que el relato adquiere, progresivamente, matices que lo enriquecen y reformulan.

La dualidad de caracteres entre hermanos. El mandato familiar y paterno. La reiteración de elementos -asesinos- entre padre e hijo (una almohada, por ejemplo, para ahogar gritos y tiros). La función de oráculo del viejo usurero, alejado del ruido mundano, capaz de hacer ver aquello que las vendas sociales ocultan. Dado lo inevitable, cuando el film nos conduzca al clímax final, será de un modo desgarrador, con las lágrimas de un rencor imposible de subsanar. Así como cuando Medea debe asumir su tarea fatal. Al igual que la verdad que, de modo cruel, se le revela a Edipo.

De esta manera, el film de Sydney Lumet (1924) sabe entrecruzarse con géneros como el drama o el suspense, pero desde los rasgos del mejor policial negro: la ambigüedad como marca predominante, manto de dudas que vuelve indistinguibles a héroes y villanos. Más la ausencia de un final conciliador o feliz. El argumento perturba y su desenlace corrobora esta angustia.

Todo ello mientras asistimos a un film de vigor inmenso, rebosante de brío narrativo, que nos devuelve a un realizador en plena forma, acorde con títulos suyos como Serpico (1973), Tarde de perros (1975) -en los que supiera brillar Al Pacino- o Network, poder que mata (1976).

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