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Martes, 12 de mayo de 2009
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El rosarino Carlos Herrera expone Temperatura Perfecta en el Rojas

Las miradas del voyeur melancólico

Hasta el 24 de mayo podrán verse las fotografías del artista contemporáneo que se mete en el mundo privado propio de los varones adolescentes. Hay retratos, fotos de objetos y escenas que prometen homoerotismo pero corren su sentido.

Por Beatriz Vignoli
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Fragmento de una foto de "Temperatura perfecta". El efecto es de una extrañeza desconcertante.

"[A] eso que por pereza mental sigo llamando obra, [Carlos Herrera] tiene ese modo de buscarla en los espacios donde es imposible que esté. En ese punto en que la obra está por desaparecer o no sería susceptible de aparecer (mejor dicho: una especie de muy baja probabilidad de emergencia de obra)" escribe Roberto Echen en "¿Cazador o taxidermista?", el texto de catálogo de Temperatura perfecta, una muestra de fotografías del artista contemporáneo rosarino Carlos Herrera que, con curaduría de Alberto Goldenstein, puede verse hasta el 24 de mayo en la Fotogalería del Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA, Av. Corrientes 2038, Ciudad Autónoma de Buenos Aires).

El mundo privado propio de los varones adolescentes es el tema. La muestra consiste en casi 40 fotos de las cuales la mitad son retratos posados, frontales o de perfil (o nucas a lo Magritte, en el más "artístico" de los casos) cuya rigidez remite a una suerte de violencia implícita en el acto de fotografiar y evoca a la de la foto carnet o para el prontuario. Un crítico leyó allí conexiones con el mundo de Facebook. Sin embargo, nada más alejado de las intenciones de Carlos Herrera que retratar la distancia y la simulación que hacen a las "verdades" de Internet 2.0. Pero tanto las caras sonrientes o serias y los planos americanos de torsos desnudos como el texto faux naïf de Echen confunden: texto y fotos, que son obra de dos hombres adultos (Herrera nació en 1976; Echen, en 1957), aparecen ante el público porteño como una ópera prima de muchachitos. De hecho, la muestra podría leerse como una ficción de ópera prima precoz. Porque algo en el efecto de realidad que producen estas fotos lleva a pensar que fueron hechas por alguien que era parte del mismo mundo de los retratados, un igual.

Las fotos más interesantes de la muestra no son esos retratos posados sino dos, por así decirlo, "géneros": las de detalles y objetos en la intimidad del cuarto teen y las de muchachitos en situaciones también íntimas y levemente bizarras, algo así como escenas que prometen lo pornográfico o siquiera lo homoerótico y en cambio entregan una extrañeza desconcertante. La clave para acceder al sentido de estas imágenes se halla en otra serie de Herrera (que pudo verse en el Museo Castagnino hace unos años) donde el autor intervino fotos pornográficas obsoletas que ya no hacían el efecto buscado en su época y en cambio ponían ante la mirada del espectador algo muy parecido a la escena primaria vista por los ojos de un niño. Es decir: uno de entre seis y nueve años, en período de latencia. Al no corresponder ya con el imaginario de lo deseable, por ser vistas en una época que ya no es la suya, aquellas fotos traicionaban su propio género y, en vez de excitación, provocaban otra cosa, una mezcla de sentimientos inclasificable: temor, ternura, asco, encanto, desprecio, cierto efecto ambivalente y siniestro; en suma, una experiencia estética contemporánea.

No es entonces que Herrera busque la obra donde no parece que vaya a aparecer sino que la busca donde sabe que debe buscarla todo artista contemporáneo que se precie de tal: allí donde todavía no cristalizó lo que entienden por artístico las masas. Esta vez se mete sin embargo en territorios presuntamente vírgenes donde el cineasta Gus van Sant o fotógrafos como la estadounidense Nan Goldin o el británico Richard Billingham ya pusieron pie, bastante antes, con mucho más solvencia técnica y gloria. La autoparodia involuntaria que traía a sus otros trabajos aquella pornografía rancia, vencida, no apetecible por haber pasado ya su fecha límite de consumo, intenta continuarse en estas vistas deliberadamente low fi de imberbes luchadores semidesnudos de piel tersa que no se entiende bien qué se están haciendo o tratando de hacerse entre sí. Las fotos sugieren que ellos tampoco saben gran cosa de sí mismos, todavía. Lo virginal en estas nuevas fotografías de Herrera no es tanto lo "no artístico" del tema o del modelo como su bárbara inocencia ante lo artístico de la mirada. Una mirada que no revela del todo el ingenuo ensimismamiento de lo que aún no ha tomado conciencia de sí, pero sí sabe ver cuándo una imagen ha dejado caer su verdad sin darse cuenta, cuándo se ha vuelto ridículamente falsa por obsolescencia. Una mirada a la que le cabe mejor lo tardío que lo temprano.

Parafraseando un proverbio árabe, Herrera se sienta ante la imagen hasta ver pasar el cadáver de su sentido. Parado en un melancólico lugar donde es cierto que en algún punto se confunden cultura y arte, Herrera es contemporáneo en la medida en que logra ver qué ya no lo es. De eso, en gran medida, se trataban sus apropiaciones de pornografía y gastronomía de mediados del siglo veinte, realizadas alrededor del 2000. Ahora en cambio parece estar buscando la verdad del otro en sus sueños de futuro: verdades y sueños de los que él no participa, a los que llega tarde. Y de eso se trata sin embargo lo más sugestivo de esta muestra: sus fotos de situaciones y de objetos que amagan dar alguna pista de las ambiciones de sus modelos. En ambas instancias, la cámara de Herrera ya no es un ojo: es una nariz, un hocico que husmea en la intimidad de sus... ¿víctimas?

"El aroma de estos sobacos es más delicado que la plegaria", dice Walt Whitman en Song of Myself, y seguramente no estaba pensando en eso el chico que se huele la axila en una de las fotos; nada aquí es afirmación, todo vacila ante la violencia de la intromisión de la cámara. Cuchetas y tatuajes, calaveras y guitarras, zapatillas sucias entre un teclado de juguete y una batería, dicen más de los sujetos que los poseen que los rostros inexpresivos de los mismos. Como misteriosas naturalezas muertas, son objetos que no huelen a espíritu adolescente sino a cuerpos opacos, sin edad.

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