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Miércoles, 17 de febrero de 2010
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Javier Núñez, un "descubrimiento" de la editorial Ciudad Gótica

Sobre el culto a la concisión

"La risa de los pájaros" es su primer libro cuentos sólidamente anclados en la tradición del género. Núñez emplea un artificio del realismo que ha dado excelentes resultados tanto a Mark Twain como al Negro Fontanarrosa.

Por Beatriz Vignoli
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Javier Núñez viene publicando contratapas en Rosario/12.

Javier Núñez, cuentista (Rosario, 1976), es un "descubrimiento" de la editorial local Ciudad Gótica, en cuyos "Encuentros de Escritores jóvenes y muy jóvenes" participó ya mucho antes de cosechar galardones por otros lares, publicar contratapas en Rosario/12 y ser distinguido, también en su ciudad, con una mención en el Premio Estímulo 2006 de Relato Breve "De las sombras a la luz". El cuento que envió, seleccionado por el jurado y publicado en aquella antología municipal, 12 narradores jóvenes (EMR, 2006) se llama, dostoievskianamente, "El idiota" y encabeza su reciente libro: 123 jugosas páginas publicadas por Ciudad Gótica en octubre de 2009 bajo el título La risa de los pájaros. Un título no del todo feliz pero capaz de detonar una conversación entre vecinos acerca de calandrias. Clima de barrio, o de cafetín de barrio más precisamente, que Núñez recrea con creíble costumbrismo urbano futbolero en uno de los cuentos del libro, "La verdad sobre Carlitos". Allí, Núñez emplea un artificio del realismo que ha dado excelentes resultados tanto a Mark Twain o a Ring Lardner como a Elvio Gandolfo o al Negro Fontanarrosa: la voz que narra en primera persona (muy distinta de la que narra en primera en sus otros cuentos) es la de alguien que está confesándose ante el autor. "A usted no le alcanza, usted quiere la verdad... Pero ¿sabe qué pasa, Núñez?". Y el narrador que así habla es, muy a lo Hemingway, el "gallego" tras el mostrador.

Los 17 cuentos del libro se hallan sólidamente anclados en la tradición del género, incluso en forma explícita. Al prócer literario norteamericano en cuestión se lo menciona en el cuento anterior, "La puerta infranqueable". El título sugiere alguna fantasía macabra decimonónica, pero no; sólo es un relato de iniciación literaria bajo los auspicios de una figura tutelar escurridiza. No la de Ernest Hemingway sino la de un ignoto abuelo, acaso ficticio, llamado Rodolfo (¿Walsh?). Esta sirve de excusa para desplegar narrativamente una especie de clase inicial de taller literario, o un "arte poética" nada original. "Lo que se puede decir con tres palabras nunca lo digas en cuatro; menos en diez", aconseja Rodolfo. No está de más decir que Núñez cumple al pie de la letra, así como también atiende caso por caso su prevención contra los finales previsibles. Este relato opera como autobiografía literaria, casi una autocrítica (elogiosa). "Siempre quise escribir", comienza. Y luego, más adelante: "A veces tenía alguna idea que me parecía extraordinaria, entonces me pasaba horas en silencio armando y desarmando la trama en mi cabeza. Diseccionaba la historia en busca de puntos débiles como si se tratara de un animal muerto por una enfermedad desconocida. Todo me resultaba trillado o muy traído de los pelos, demasiado endeble para sostener la trama de un cuento... Muy pocas ideas sobrevivían lo suficiente para justificar que me sentara a escribirlas".

Acaso este culto a la construcción racional premeditada (no es extraño que Edgar Allan Poe encabece la lista del abuelo) explique la comparación de profesiones que el narrador (el encargado de un cafetín que es testigo de un crimen) hace en el cuento siguiente: "No le puedo decir mucho más porque no me acuerdo: todo eso de los ojos así o la nariz asá me parece invento de los escritores o los policías". Y el "gallego" remata su reflexión con un canto al verosímil realista (creíble en su lenguaje, pero donde se ve la mano del autor): "¿En serio hay gente que se fija en esas cosas?".

La filiación del cuento en la crónica negra, el público popular común a ambos, la explotación de la curiosidad morbosa de una imaginaria masa lectora bien dispuesta a ser llevada de las narices por un autor capaz de manejar el suspenso (y Núñez sabe de eso); el culto a la economía, la concisión y la buena redacción: todo ello salta aquí a la vista como una marca de origen del género cuento. Núñez lo domina en estos productos cuidados, donde no faltan mujeres fatales, brujas Circe urbanas que manejan los hilos invisibles de la trama y que se disimulan tras nombres inocentes de esposas y madres. La irrupción de lo siniestro en lo cotidiano es otra fórmula que Núñez sabe aprovechar.

En resumen, se trata de un dignísimo primer libro de cuentos, con tramas casi a la altura de Julio Cortázar (otro santo del panteón de Rodolfo), pero propias del típico cuento en que un periodista piensa cuando comenta: 'esto parece cuento'. Jauss diría que no defraudan el horizonte de expectativa del lector. Y ése es su logro y su limitación: este (ya no tan) joven autor se sabe su decálogo. Ahora, cabe esperar que sepa transgredirlo; que apueste al riesgo estético. No basta con la ingeniería técnica de la buena factura: se precisa además la arquitectura capaz de inventar un mundo propio.

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