"Lo americano no es una cosa", escribÃa Rodolfo Kusch en 1970. "Es simplemente la consecuencia de una profunda decisión por lo americano entendido como un despiadado aquà y ahora y, por ende, como un enfrentamiento absoluto consigo mismo". Una mirada capaz de asumir tales tensiones, sin resolverlas sino exacerbándolas, es la que pone en juego Marcos López en sus fotografÃas, una magnÃfica selección de las cuales puede verse en Rosario hasta el 4 de abril, ocupando toda la planta alta del Museo Castagnino (Bv. Oroño y Av. Pellegrini). Con curadurÃa de Fernando Farina, la muestra abarca un perÃodo extenso, desde comienzos de los años 80 hasta la actualidad.
En las cuidadas fotografÃas de Marcos López (Santa Fe, 1958), nada está librado al azar, aunque parezcan instantáneas. Emparentadas con el realismo expresionista de Marcia Schvartz o de Antonio Berni, pero también con el pop, el kitsch, el camp y el arte popular, estas imágenes dialécticas "frÃas" son sin embargo campos de batalla, como querÃa Van Gogh que fueran sus pinturas ("por todas partes un combate entre los verdes y los rojos más intensos"). Y el conflicto expresado en ellas no es sólo estético.
En su obra más personal y a la vez más polÃtica (la de los colores violentos, la pose irónica, la subversión de la estética publicitaria, el pop trucho sudaca encontrado y las máscaras de todos los pelajes étnicos), Marcos López indaga en la dialéctica que constituye a América. Un hedor en pugna con una pulcritud, por definirlo con las categorÃas de Kusch, quien denunciaba un sentimiento de América como una cara sucia que debÃa ser limpiada. Y López elige la vÃa más genuina y más difÃcil: mostrar lo propio, pero mostrarlo a la vez propio y ajeno. Lo propio, en su obra, no es la dudosa autenticidad folklórica sino la puesta en escena de la vergüenza de un dolor: el dolor de no ser, de saberse estando nomás, con el centro siempre en otra parte.
Lo falso, en López, es paradójicamente lo genuino. Cuando pretende hacer periodismo de fondo mezclando caras de los polÃticos con otras imágenes alegóricas de actualidad, cae en el collage ilustrativo; cuando realidad y ficción se mezclan, todo se potencia y estalla. En la calculada mostración de la hilacha, por donde se quiebra el verosÃmil social, irrumpe la verdad de sus modelos. "Quisiera ser otro, luego existo", parecen decir allà los ojos y los cuerpos. Personas indignamente equiparadas a cosas, rituales degradados a mercancÃas como por obra de la violencia colonizadora, soportan la sesión fotográfica mirando a la cámara con una mirada barroca; pero en la sesión la violencia es puramente sacrificial, autoconsciente y por lo tanto liberadora. La mirada fija del modelo, por la que se rescata de la pose donde actúa teatralmente un "como si" de objeto, enfrenta al espectador. Y éste a su vez es arrojado al enfrentamiento absoluto consigo mismo; al dolor americano. Lo de Marcos López no es sólo color local: es olor local, dolor sociocultural localizado. La patética belleza de lo feo, en sus mejores trabajos, convive con un humor de risa triste. También con el azar, que no cesa de proveerle "López" truchos que el artista detecta y transmuta en López auténticos con sólo un clic del obturador. Asà como se habla de lo almodovaresco, hay escenas en la vida y apuntes de viaje que parecen, inequÃvocamente, fotos de Marcos López.
La exposición del Castagnino provee jugosas pistas acerca de cómo se formó una estructura de sentimiento tan reconocible. El tÃtulo de la muestra, Vuelo de cabotaje, es una cita del autor que nombra sus numerosos viajes por América latina y la consiguiente diversidad de locaciones de sus fotos. También remite a la itinerancia que la muestra, patrocinada por el Banco de Santa Fe, tendrá por todo el paÃs. La exposición sorprende a cada paso. Hay bocetos de fotos futuras, anotados alegremente sobre la pared como si el autor estuviera en su taller; hay una instalación con maÃz, otra con botellas vacÃas de champagne y otra con residuos del arte pop norteamericano de los 60: imágenes de Andy Warhol de cotillón. Las composiciones con objetos de las instalaciones no alcanzan la complejidad de las de sus fotografÃas, sino que se arriesgan a la retórica satÃrica más obvia. Algunas sirven como documentación de sus procesos de producción.
La sala en blanco y negro es fundamental. Una foto, fechada en 1984, de la pared del dormitorio de su madre en una casa de clase media baja en la provincia de Santa Fe, muestra un conjunto de cuadros, objetos y empapelado en el que el gusto materno le arma un mundo. Un ambiente que es reconstruido con tierna nostalgia siniestra en las más intimistas de sus obras recientes. Si sus fotos de los 90 remitÃan en alguna medida al cine de Almodóvar, las del presente evocan la simétrica pareja de mellizas del filme de terror de Stanley Kubrick El resplandor, o la del autorretrato doble de Frida Kahlo. Pero están encarnadas por hombres y matizadas por la extraña versión del amor (extraña y, por eso mismo, creÃble) que brindan la música grunge, la novela gótica o el cine de Lucrecia Martel. No es casualidad que estas fotos, con claroscuros cuidadosamente logrados tanto en estudio como en laboratorio, remitan a la pintura barroca y a la iconografÃa cristiana con la misma intensidad de pop latino oscuro de su colega Andrés Serrano. En López, las poses frontales de las parejas evocan además los retratos de bodas de la pintura flamenca. Algunos personajes habitan interiores pretendidamente burgueses, que enternecen con su pretensión; otros se sumergen en novelescas sombras. Se destacan "Hospital" (Buenos Aires, 2004) y la ferozmente bella "La salita rosa" (2007).
La obra actual de López se corre de la ironÃa para establecer una empatÃa con sus hieráticos personajes, como en la soberbia e inquietante Bar 23 de enero (Caracas, Venezuela, 2006), casi un mural mexicano vivo. O a la vez combina parodia y psicologÃa: un retrato de 2005 convierte la arquetÃpica foto de adolescente a lo David Hamilton en una escena casi faulkneriana que exuda incesto, melancolÃa y decadencia. La entropÃa, esa energÃa que no es aplicada al trabajo y por lo tanto (según la FÃsica) se pierde, se hacÃa visible en su obra de los 90 como derroche, prodigalidad o dilapidación; en las fotos más nuevas, la entropÃa aparece como detalle absurdo, como sangre (o leche) derramada o como ruina. (Nota: los cadáveres desnudos, la sangre y la leche como emblemas, son todo un tema en Serrano). "Me gusta perder tiempo", escribe López. "A mà no me gusta la prepotencia. Ni del trabajo ni de nada". Su rebeldÃa contra el progreso lo alinea (pero en clave berniana, realista) con el contramodernismo de los surrealistas, que buscaban energÃas revolucionarias en lo obsoleto, lo marginal o lo grotesco. Una búsqueda similar alentaba en Liliana Maresca, quien posa con su obra en algunas de las fotos de los 80, poniendo el cuerpo como un objeto encontrado más.
Por esa época, López indagó en la humanidad manicomializada en su serie documental del Hospital Borda (1983). Su "Autopsia" (2005) es una obra maestra contemporánea. El cuerpo femenino adquiere una potencia de horror insoportable en esa foto de una autopsia, compuesta según la matriz de "La lección de anatomÃa" de Rembrandt, pero donde los ojos fijos de la muerta, su rostro maquillado y el costurón entre sus pechos (se trata de un cadáver joven y bello) hacen de ella una muñeca demonÃaca, poderosa e inerme entre los cientÃficos varones a su alrededor. Uno de ellos, didáctico, sostiene un arma; otro (como el militar boliviano en la foto póstuma del Che por Freddy Alborta, que también sigue esta matriz de Rembrandt) señala un agujero de bala en el cadáver. La escena, supuestamente forense, es dos veces sacrificial. Todos (la muerta inclusive) miran al espectador como si ese tajo cosido y ese crimen feminicida no fuesen una herida profunda en la racionalidad que esos hombres pretenden sostener.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.