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Miércoles, 28 de diciembre de 2011
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LITERATURA. Un prólogo a los libros de mi padre, de Reinaldo Laddaga

Para una tumba sin nombre

Dos cosas hacen amable la lectura de este libro doloroso: su sutil humor y la alta calidad literaria de su excéntrica escritura. A la luz de este libro confesional es posible releer con mayor consistencia toda la obra de Laddaga.

Por Beatriz Vignoli
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Reinaldo Laddaga nació en Rosario en 1963, es crítico y doctor en Filosofía.

"Es rara", comenta una vecina de Rosario al evocar la casa de Laprida y Viamonte diseñada y habitada, hasta su muerte en 1983 a los 50 años, por el arquitecto Reinaldo Laddaga (padre), quien la construyó a mediados de los años '60 siguiendo las normas enunciadas por Frank Lloyd Wright en un ensayo publicado en Architectural Record: "Debe contener tan pocos cuartos como sean suficientes para la satisfacción de las necesidades, y ni uno más. Los ornamentos deben suprimirse. No se combinarán materiales diferentes. Los sótanos y áticos serán eliminados. Los sistemas de calefacción y refrigeración serán parte del edificio. No habrá pinturas en las paredes. Las lámparas y los muebles estarán empotrados en la construcción".

El pasaje citado no pertenece a Wright sino a Un prólogo a los libros de mi padre, de Reinaldo Laddaga (hijo), publicado este año por Beatriz Viterbo. En la casa familiar descrita (supone el hijo) es posible que se conserven ejemplares de las novelas que el padre escribió, a razón de una por año desde 1977, y se tomó el trabajo de hacer imprimir y enviar a bibliotecas sin recibir jamás una sola línea de apreciación crítica, sin conocer jamás personalmente a otro escritor. Su único crítico fue su hijo, a quien el padre le leía cada mañana lo que había escrito durante la noche.

"Mi padre dejó el manuscrito de una novela donde el personaje central soy yo", confiesa Laddaga (hijo) en una entrevista. "Una primera versión de mi proyecto consistía en la reescritura de este libro". Un prólogo... no fue aquel libro que iba a ser sino otro, mucho más honesto y desgarrador. Se deja leer como una ficción, como una nouvelle de Tolstoi, uno de aquellos relatos como "El padre Sergio", donde la insensatez, la vanidad y la ciega ambición de un individuo lo llevan a una soledad sin salida. Hasta el hijo deja un día de escuchar al padre, quien termina muriendo, como no sin culpa dice haber creído el hijo, "por falta de lectores".

Cabe suponer que al sentarse ante la postergada tarea de escribir el libro del padre (en todos los sentidos de la palabra "del") el hijo tuvo que tomar la decisión de salvarlo o condenarlo. Si le mejoraba la obra, si desde su propia autoridad duramente ganada como crítico de prestigio internacional legitimaba al padre y lo redimía, en ese acto de piedad filial iba a perderse en la misma locura delirante del padre, quien dicho sea de paso era un pésimo escritor, por lo que se deja entrever en las páginas en cursiva que el hijo publica en su libro.

Ante el dilema, elige el mal mayor: lo hunde. Lo rescata del olvido sólo para demolerlo, usando la autoridad y el saber que acaso cultivó para salvar a su padre de sí mismo. La ética del crítico triunfa, y no sin cierta venganza: cada línea sobre la obra y la vida del padre es un mazazo tan duro como los martillazos letales que papá le propina al pescadito de la hermana del autor de Un prólogo... en las primeras páginas. "Ya vemos su presencia rapidísima llegar hasta mi hermana: le arrebata la bolsa con el pez. Cuando comienza a alejarse, cuando alcanza los primeros escalones de la escalera que lleva a la terraza, notamos que tiene un martillo".

Dos cosas hacen amable la lectura de este libro doloroso: su sutil humor, y la alta calidad literaria de su excéntrica escritura. A la luz de esta obra confesional de Reinaldo Laddaga hijo (nacido en Rosario, en 1963) se relee toda su obra anterior con una mayor consistencia: finalmente, el prólogo a las obras del padre funciona sin proponérselo como una introducción a las obras del hijo. Sin dar títulos ni fechas, Laddaga hijo nos cuenta que comenzó el borrador de su única novela, La euforia de Baltasar Brum (Tusquets, 1999), al morir su padre.

En el momento de su publicación, a juzgar por un primer capítulo que tal vez fue agregado después, se la juzgó como una obra enteramente contemporánea y anclada en un hecho real, la masacre de Columbine; hoy se puede releer como una obra juvenil de los años 80. Las actitudes que despierta en el lector la figura de padre que se despliega en el libro de 2011 oscilan entre el asombro, la angustia y cierta piedad ante el aislamiento que se impone este antihéroe para su empresa; no es casual que, en ensayos y entrevistas, Laddaga hijo dé por terminada la era del arte como tarea solitaria de producción de objetos para espectadores de quienes se espera una atención tan concentrada como abstraída, y salude las nuevas prácticas artísticas que generan comunidades experimentales.

En las antípodas de las novelas de su progenitor, la obra teórica publicada de Laddaga hijo es una de las más influyentes de los últimos tiempos. Incluye Estética de la emergencia: la formación de otra cultura de las artes (Adriana Hidalgo, 2006), Espectáculos de realidad (Beatriz Viterbo, 2006) y Estética de laboratorio: estrategias de las artes del presente (2010), además de ensayos sobre Felisberto Hernández, Virgilio Piñera, Juan Rodolfo Wilcock, John Rockefeller, Walt Disney y Osama bin Laden. En los tres últimos, recopilados como Tres vidas secretas (Adriana Hidalgo, 2008), Laddaga parece intentar recrear el país mítico que su padre habitaba en sus ficciones: un Estados Unidos inspirado en el no menos extraño país pintado en Amérika de Franz Kafka, libro de cabecera del padre y una de las primeras lecturas del niño devenido luego en inmigrante.

Más allá de lo demoledor que pueda ser Laddaga hijo como crítico, la ambivalencia afectiva del vínculo lo gana y el narrador narra el amor, siquiera como duelo por el amor que ese padre no pudo despertar en él, y antes de llegar a la lapidaria línea final se deja oír un tono de piedad casi desquiciada: "Hubiera querido llevarle al entierro, para que permanecieran con él para siempre, las cosas más extrañas: rompecabezas cuyas partes no encastran, clavos atados que no pueden desatarse... novelas de misterio en yiddish, flores artificiales hechas de alambre y perlas falsas, dulces que brillan en la oscuridad y cajas de fósforos que hacen ruidos que ensordecen. Pero lo cierto es que no asistí a su funeral. Nunca visité su tumba".

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