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Martes, 2 de mayo de 2006
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Juan Lecuona, o la madurez de una generación intermedia

La contundente coherencia de este artista argentino vivo y las obsesiones que conforman un universo artístico, pueden disfrutarse en el Museo Castagnino. A través de diversas técnicas, los dogmas de la abstracción modernista dialogan con el culto posmoderno a lo real en sí.

Por Beatriz Vignoli
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"Angel de la mañana", 1998. Técnica mixta s/ tela.

Hasta el 15 de mayo puede visitarse, en salas de la planta alta del Museo Municipal Juan B. Castagnino (Pellegrini y Oroño) una exposición individual antológica que revela los mejores y más representativos rasgos de estilo de un período raramente revisitado por las instituciones oficiales de la ciudad.

Con la curaduría de Hugo Petruschansky, "Juan Lecuona, Obras 1989 - 2005" muestra la contundente coherencia que este artista argentino vivo ha alcanzado a sus cincuenta años. Son en total unas cuarenta y cinco obras que desarrollan, en un formato cómodo de recorrer, y a través de diversas técnicas (pintura, aguafuerte, aguatinta, collage, técnicas mixtas) las obsesiones que conforman un universo artístico donde los dogmas de la abstracción modernista dialogan con el culto posmoderno a lo real en sí.

La principal mediación por la que Lecuona pone en relación lo posmoderno y lo moderno es la cita. Así, "Les Demoiselles de Avignon", la célebre pintura de Picasso que se plantaba en la tradición del desnudo femenino moderno de Ingres y de Matisse para aludir al oficio más antiguo del mundo, se va transformando sucesivamente en Les Demoiselles del Abasto, o de San Telmo. Pero hay una diferencia crucial. Si para el modernismo picassiano la referencia a las pícaras damiselas era un modo de postular que la forma pictórica estaba por encima de cualquier sentido anecdótico o consideración moral, el posmodernismo de Lecuona invierte la fórmula, y busca el sentido.

Lo halla o cree hallarlo en zonas que trascienden la mera construcción plástica del cuadro: experiencia del yo, experiencia del mundo, invención del mito. En cuanto a esto último, parece incluso retornar a aquello que el desnudo moderno daba por superado, a saber: la figura femenina como expresión plástica de la alegoría. La inclusión de moldes de costura, ricos en indicaciones en diversos idiomas y pegados unos sobre otros en capas traslúcidas que forman un palimpsesto siempre revelador de algún lugar real y concreto del mundo, le permiten trenzar curvas y rectas en una ingeniería tardorromántica de donde sale, reconstruida, una Victoria alada. Esta silueta sin rostro, que evoca vagamente a la diosa artificial del film "Metrópolis" y a los croquis para inventos de Leonardo da Vinci, tiene un poco de ángel, un poco de maniquí y un poco de máquina. Pero ella ("mujer araña", la llama Petruschansky, aludiendo a la criatura onírica de una célebre novela de Puig) recibe de la pintura un soplo de vida y se convierte así en cifra del sentido. Quizás por eso se reiterará en numerosas obras, combinada en logradas composiciones con una variedad de motivos formales.

Juan Lecuona -se cuenta en el catálogo- empezó a producir en los años ochenta: tuvo su primera exposición individual en 1984 y fue parte de la escena underground de comienzos de la democracia. Pese a que no se asimiló a la transvanguardia, también llamada bad painting o expresionismo salvaje, que era el estilo hegemónico del momento, ganó merecidamente el consagratorio premio Fortabat en 1989. Recibió por entonces un encargo de conmemorar el bicentenario de la Revolución Francesa, lo que quizás pueda haberle evocado, por puro azar objetivo como dirían los surrealistas, la poderosa figura femenina del cuadro de Delacroix alusivo al mismo hecho histórico.

La carrera de Juan Lecuona se inscribe entonces cronológica y estéticamente en el resurgimiento de la "pintura-pintura". Típico de la sensibilidad de los años ochenta, o de lo que el crítico Donald Kuspit llamó "el nuevo subjetivismo" de los años ochenta, es esa especie de magma arcaico que constituye el fondo. Es como si la producción de ninguna figura fuese, en principio, posible. Sólo hay una masa de pinceladas que dan cuenta de inasibles afectos sin más objeto que el pintar mismo, expresión este último de un yo narcisísticamente autocontenido. Hay una felicidad sin medida y a la vez hay una angustia sin fin en estos planos paradójicamente hondos, de modo que no se está tan lejos como pareciera de la coetánea angst neoexpresionista.

Pero es del azar salvador de donde brota una hebra de lo real por donde el cuadro se abre, no a la posibilidad de representar objetos del mundo, sino a los objetos mismos. Una vez que entraron dejan huellas, líneas de contorno que dibujan al fin la figura que da sentido. Una vez instalado el sentido como obsesión y como mito integrador, la pintura se serena y produce discursos: nombra y convoca estilos anteriores, los mezcla, cita prestigiosos matices del azul, es impecable compositivamente, coordina motivos, en fin: todo lo que haría un niño sabio (es decir, un ser tan experto como inocente), o un experimento a lo Frankenstein llevado a cabo con éxito. Se trata, es evidente, de una pintura renacida.

Todo este retablo mítico es guiado por la mano madura y segura de Lecuona con tanta autenticidad y solvencia como forzada e histriónica resulta la parte de la carrera correspondiente al mismo período 1989 a 2005 de otro consagrado joven argentino más publicitado, léase Guillermo Kuitca. Esta sólida muestra es entonces, apenas, la punta de un iceberg. Moraleja: la pintura "volvió" para quedarse (suponiendo que se haya ido alguna vez). Ojalá que este Museo continúe apostando a llenar lagunas en la memoria del público rosarino, haga justicia histórica con la generación intermedia y siga demostrando que en los treinta años transcurridos entre el silenciamiento de la vanguardia de los sesenta y el boom de los jóvenes conceptualistas de 1999 muchas cosas buenas pasaron, quedaron, y siguen sucediendo.

Más información en: http://www.museocastagnino.org.ar/lecuona.html

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