"Los Angeles es una mentira con un envoltorio bonito" se escucha en Tangerine. Que lo diga una pelÃcula que hace de sus calles la escenografÃa, vuelve a Hollywood cobertura de torta. El film resultante, asÃ, estarÃa escondido tras la argamasa de la apodada "meca del cine". El director Sean Baker ya practicó algo semejante en la anterior Starlet: rodaje en exteriores, luz tan cálida que resulta empalagosa, con personajes habituados a peregrinar entre calles y casas idénticas, amén del cine pornográfico como uno de sus ámbitos de elección.
En cierta ocasión, el escritor Ray Bradbury se quejaba de la memoria fugaz de esta ciudad, sin amor o recuerdos por las grandes pelÃculas que allà germinaron. Su alma parece deambular para adoptar el cuerpo fÃlmico que mejor le convenga, tal como expone la extraordinaria Los Angeles Plays Itself (2003), de Thom Andersen.
En todo caso, tal lectura la habilita la notable pelÃcula de Baker, que apela a protagonistas tan llamativas como también lo es su elección del iPhone para el registro. Tangerine, en este sentido, da cuenta de una continuidad estética en la obra del director, también contestataria: se trata de una pelÃcula rodada en el off Hollywood. Sus travestis caminan sobre el boulevard de las estrellas desde una ironÃa que parece casual, en la que no reparan, pero que congenia con el espÃritu bufón -si bien de impacto calculado- del gran John Waters. A la manera de Waters, Tangerine se sitúa a la altura de sus personajes, les celebra. Es marginal. Convive con sus alegrÃas o penurias, sin juzgar o explicarles desde el bendito perfil psicológico del mainstream. Sin-Dee y Alexandra (Kitana Kiki RodrÃguez y Mya Taylor) hablan y se mueven frenéticas. La pelÃcula lo es, su ritmo no da respiro: hay mucho slang, decires superpuestos, reacciones imprevistas. Resulta que Sin-Dee sale recién de la cárcel, y se entera de que su novio/proxeneta le ha estado engañando. A buscarlo, a las corridas. Mientras, Alexandra se prepara para cantar por primera vez en público. Las lÃneas argumentales disparan hacia rumbos paralelos. En tanto, un taxista armenio carga y descarga pasajeros viejos, ebrios, malhumorados. Su familia le espera para la Nochebuena, pero sus ganas de estar -como acostumbra- con una travesti también. Son varias las situaciones que Tangerine perfila, de manera atropellada pero como piezas recÃprocas. Hay un apuro que le hace respirar de manera entrecortada, a través de encuentros y desencuentros que marcan sÃncopas. Sus escenarios son inmediatos. Por ejemplo: la habitación de hotel vuelta prostÃbulo, capaz de alojar varias chicas con sus clientes. Allà va a parar Sin-Dee, en busca de la mujer de sus odios. Una vez dentro, la cámara le acompaña y muestra todo y nada, tan veloz como el rayo que ella es: en cada recodo parece esconderse alguien más, en plena faena sexual, con la madama gorda que les regentea.
Otro momento, superlativo, es el del desenlace, en el local de comida, con la dueña oriental a punto de llamar a la policÃa, mientras los personajes se amontonan cada vez más, cada uno con sus desesperaciones, en plan hermanos Marx. Se sabe que una vez se alcanza el punto máximo, lo que sigue es su descenso. Cuando se arriba a esta situación, lo que queda después es un vacÃo que vincula a todos por igual. Como si las fachadas cayeran para mostrar lo que de veras es. Curioso caso el de esta ciudad que fascina pero, sin embargo, nada o poco contiene. O también, pensar en el esfuerzo por hacer de esta angustia compartida un ámbito al que mejor cubrir y mentir. Con pelÃculas, por ejemplo. La paradoja está en que Tangerine es una de ellas, si bien con el talante suficiente como para ahogarse en sà misma, al ser ajena a las tonterÃas de las marquesinas o las alfombras rojas, y sin depender de la felicidad prevista por la nieve de Navidad. Es más, no hay nieve. En Los Angeles -en cuyos estudios, tantas pelÃculas de nieve navideña se han filmado- hace calor, y el fulgor del tono fotográfico de Tangerine recuerda el gusto de un helado de naranja al agua.
En suma, un artificio que se sabe tal, diluido y presto para el consumo rápido. Los personajes de Baker hablan y caminan veloz, como si fuesen concientes de la declinación inevitable de esas casas que hacen a esos barrios todos iguales, acordes con una mamposterÃa que se sabe precoz y móvil, carentes de una arquitectura que rememore tiempos idos. Todo es en presente, ni siquiera se repara en los dÃas vividos en la cárcel por Sin-Dee o en la Armenia natal del taxista, pero sà hay momentos en donde lo insondable surge y, ahora sÃ, nada de palabras, sino: la peluca arruinada, el dinero que no alcanza, la familia como cáscara, el amor que no es, la droga compartida, la amistad a pesar de todo o, tal vez, a punto de caer también. Para que esto suceda, hay que demoler lo que se ve. Tirar abajo las fachadas. En este sentido, algo tendrá que ver la participación de las travestis, en quienes la elección sexual provoca un dilema en algunas personas. Paradójicamente, Alexandra y Sin-Dee se revelan de manera auténtica, mientras otros no dudarán en agredirlas. Tangerine se reserva un momento semejante. También, podrÃa pensarse, porque aun cuando Estados Unidos suponga un lugar ideal de comunión de razas (armenios, negros, orientales, blancos) también lo es de la misoginia y del retardo intelectual. El cine norteamericano ha hecho un caldo de cultivo con estos temas.
De esta manera, Tangerine propone un camino de ida y vuelta simultáneo y simétrico, avanza en una dirección a la vez que provoca el mecanismo inverso: al maquillar y vestir sus cuerpos, lo que Sin- Dee y Alexandra logran es la destrucción de la superficie ajena. Proyección y deconstrucción. Las dos, rayos imparables. El sismo resultante afecta a todos, por supuesto que a ellas también. En ese lÃmite que une y desune, porque desequilibra y re-equilibra, se juega el cine de Sean Baker.
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