Actor, artista, poeta oral satÃrico, performer de contagiosa intensidad, Nacho Estepario (asà firma sus colaboraciones en El Corán y el Termotanque) era una usina de ideas creativas funcionando a pleno en la clara noche del lunes 21 de marzo. Como tantos otros, recorrÃa la iluminada Plaza San MartÃn visitando la didáctica instalación R40. Resistencias a 40 años del golpe (del Colectivo Arquitectura, Derechos Humanos y Memoria coordinado por Alejandra Buzaglo, una de las tres instalaciones conmemorativas que inauguraba el Museo de la Memoria: en su sede, está ¿Quién si no? Voces que rompen el silencio, de Sabina Florio y Cynthia Blaconá, quienes también llenaron de pañuelos blancos la fachada del Museo Estevez). Como muchos, Nacho iba libremente por la vereda de la antigua AlcaidÃa y Jefatura de PolicÃa (hoy Plaza CÃvica). Pero además tenÃa en su cabeza dos imágenes: un baldazo de sangre y una pila de libros derrumbándose. Eran puntos de partida para hacer "algo" en la explanada del Pasaje Juramento durante el tramo culminante de la marcha contra el genocidio, el jueves 24 de marzo.
Nacho se reunió a cranear la idea con amigas y amigos creadores provenientes de diversas disciplinas artÃsticas: danza contemporánea, poesÃa oral, teatro. La cronista no volvió a saber de él hasta el viernes, cuando se topó con las impactantes fotos de la obra en las redes sociales. SÃ: habÃa pasado el jueves por ahà con la marcha, habÃa visto en la fuente de Lola Mora la instalación de pañuelos (Manos que bordan memoria, en homenaje a las vÃctimas del terrorismo de Estado, por Federico Fernández Salafia y muchos colaboradores) como calas fúnebres floreciendo en el agua; habÃa visto al fotógrafo apostado sobre el muro del Monumento disparando su cámara en ráfaga. Pero lo que habÃa del otro lado del objetivo llegó mediado por la fotografÃa. Los que lo vieron en vivo y en directo se dividen entre admiradores entusiastas y los que no pudieron soportarlo. Todos tienen en común la sorpresa, el impacto. "Un cachetazo", puso alguien.
Los 11 jóvenes cuerpos de Nacho Estepario, Marianela Luna, Simón Menéndez, Luciana Bertolaccini, Bel Demagistris, Ezequiel Cavallero, Dina Griffa, Agustina Macuglia, Renata Ferrari, Fla Cisera y Natalia Suárez entregaban como un Via Crucis polÃtico la escena escamoteada, la escena que aprendimos en estos 40 años a escuchar narrada, a leer desgrabada, a imaginar sin registro fotográfico ni fÃlmico, a partir de testimonios de los sobrevivientes de crÃmenes de lesa humanidad.
Ensangrentados, andrajosos, con los ojos vendados, con las muñecas y los tobillos atados, los performers se desmoronaban y se apuntalaban en un montón dantesco sobre el charco de sangre falsa. Fue una acción artÃstica, un happening: un acontecimiento, de tono trágico. Y por su verosÃmil realismo naturalista se percibÃa como real, aún con los fotógrafos disparando flashes alrededor. Este real convincente se fundaba en la experiencia intensa de los participantes.
Conocemos, a través del arte, esa imagen de crueldad. La dibujaron Carlos Alonso, o Marcelo Castaño; la ficcionó el cine en Garage Olimpo y otras pelÃculas de denuncia. La sugirió en sus montajes con infiernos medievales León Ferrari, en grabados que el colectivo Trabajadores del Arte Rosario fotocopió, pegó en paredes y reprodujo en pancartas que el jueves recorrieron sobre brazos en alto todo el trayecto de la multitudinaria marcha desde la Plaza San MartÃn. Pero esos cuerpos agónicos estaban ahÃ, en el espacio real.
"Quizás por ingenua creÃ, en un principio, que Ãbamos a hacer una performance. Que pondrÃamos nuestros cuerpos al servicio de una intervención que buscaba, cuanto menos, movilizar, por más efÃmera que fuese", testimonia Marianela Luna (colaboradora en El Corán y el Termotanque, inexperta, hasta entonces, en artes dramáticas). "Nos dimos cita unas horas antes de la marcha para prepararnos y dejar todo listo: pintura, vestuario, maquillaje. Cerrados los detalles, esperamos la orden para salir --¿o aparecer?-- a escena. La consigna era sencilla: teñir de rojo parte del Pasaje Juramento, vendarnos los ojos y sentarnos pegados unos a otros en una suerte de cÃrculo imperfecto, librando su forma al azar de los cuerpos, de su cansancio natural".
"Carne cruda rodeada de su sangre", resume Simón Menéndez.
"Los primeros minutos fueron silencio", evoca Marianela Luna. "La proximidad fÃsica nos hacÃa sentir el temblor ajeno, la respiración acelerada. SentÃamos cómo, de lejos, se acercaban los bombos, gritos y bombas mientras una seguidilla de flashes nos asediaba. Los primeros gritos sacudieron la ronda; me asusté. Pero entendà sin pensar lo vulnerables que nos habÃamos vuelto y el nudo interno que se expandÃa en mi pecho devino congoja. Me solté al grupo. Dejé que el peso de mi cuerpo decidiera en qué posición ponerme, sobre quién llorar, a quién abrazar".
"El lenguaje de la sensación y la estética de la provocación se nos hizo carne", coinciden todos los participantes y realizadores en un pasaje del testimonio que elaboraron luego de la experiencia, donde coinciden: "No pudimos hacer esta performance sin que ella nos haga".
"Yo sólo puedo decir que fue muy intenso", confiesa Ezequiel Cavallero. "Que se sintió todo, en cuerpo y alma. Que nos fundimos como grupo, aunque antes de esto a la mayorÃa no los conocÃa. Es curioso, aunque hablamos poco y nada, ya no puedo decir eso. Fui dispuesto, también sin saber demasiado de qué iba a tratarse. Me quedan las palabras de una nena que habrá tenido seis o siete años (por la voz, sÃ, una hora y cuarenta con los ojos vendados, sin saber qué era una hora cuarenta, sintiendo absolutamente todo lo que pude sentirse, y ese ir y venir con el sentir del grupo y de quienes marchaban). Dijo la nena a su padre: 'Quiero mirar esto'.
- Pero hija, asà fue, no van a hacer nada, ahora vamos a mirar otras cosas.
- Quiero mirarlo un ratito más".
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