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Lunes, 11 de diciembre de 2006
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"EL ILUSIONISTA", UNA FABULA DE EPOCA ARTESANAL Y ATRAPANTE

El encanto del cine sin efectismos

Con aire de novela de folletín, el film de Neil Burger logra trasladar al espectador a una época donde se celebraba la ilusión.

Por Emilio A. Bellon
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"El ilusionista" pinta una época signada por el juego de poder, los atentados y las conspiraciones. Invita a recuperar "la fe poética" de los films exentos de la impronta de Hollywood.

EL ILUSIONISTA 10 puntos

(The illusionist) EEUU, 2006.

Guión y dirección: Neil Burger

Dirección de fotografía: Dick Pope

Música: Philip Glass.

Intérpretes: Edward Norton, Paul Giamatti, Jessica Biel, Rufus Sewell, Eddie Marsan, Jake Wood.

Duración: 110 minutos.

"Las historias como los trucos de magia se inventan, porque la realidad es inadecuada para nuestros sueños". La cita pertenece al cuento que dio origen a este hipnótico film y su autor, Steve Millhauser, nos lleva a que pensemos la misma como una llave de ingreso a esta perturbadora y asordinada historia que transcurre en la Viena del 1900. Filmada en Praga, El ilusionista nos invita a ser crédulos, a que recuperemos "la fe poética", tanto en lo que se juega en el interior de un viejo teatrillo como en lo que alcanza a las historias de amor.

Desde un primer momento necesitamos ubicarnos en la mirada de esos espectadores que miran fascinados los movimientos de manos, los desplazamientos de objetos, los cambios inesperados. La escena que se va construyendo frente a nosotros necesita de nuestro asombro y simultáneamente del poder reconocer la maquinaria de un gran artificio que genera intriga, temor, sonrisas, desconcierto.

Porque de manera paralela, y desde una voz en off, cuya calidez va marcando vecindades entre el joven Eisenheim y el inspector Uhl, se va reconstruyendo ante nuestros ojos una época, transpuesta en un tono y en una luminosidad que nos devuelve la textura de un tiempo pasado. Es como si fuéramos espectadores, ahora, de entonces; como si ocupáramos una butaca en una de aquellos cines, en los que se ofrecen algunos de las historias creadas por aquel pionero y fabulador Georges Melies.

No pretendamos encontrar en El ilusionista la marcación definida de los efectos especiales del cine de hoy; por el contrario, ya desde los títulos que acusan una sucesión de imágenes que parecen verse a través de la mira de un caleidoscopio, reconocemos el trazado artesanal y el movimiento desvaído que caracteriza a todo relato. Un relato que, como un cuento a la hora de dormir, se narra en voz baja mientras los distintos objetos de una habitación proyectan su sombra alargada y multiforme sobre las paredes.

Una historia de amor, un amor que se cifra en una suerte de camafeo que guarda secretamente el rostro de un enamorado; una línea que se va transportando como un pañuelo en el vuelo de las mariposas. Una época signada, como tantas otras, por un siniestro juego de poder, que va armando otra escena, de atentados y conspiraciones; de otros cambios de ropaje, que se van manifestando conforme el paso del tiempo.

El film de Neil Burger, construido desde la mirada y la voz de un hombre que admira a otro, que rivaliza con él, descubre notas de un cuaderno que describen paso a paso los mecanismos de un truco. Como el mismo film, que va armando su diseño en un movimiento paralelo entre lo que los mandatos y presiones de la realeza ordenan y los dictados de un postergado amor. En la historia que el Inspector Uhl nos va narrando se recupera la inocencia y la celebración de la magia y simultáneamente la astucia con la que se va construyendo, paulatinamente, otra historia.

Un aire de novela de folletín atraviesa la escena y sus personajes devienen criaturas de una mente afiebrada por esa historia de amor que tiene que llegar a ser. La historia nos conmueve, nos sobresalta, nos lleva a identificarnos, a dejarnos sorprender una y otra vez, como un pase mágico; a transformarnos.

Entre la bohemia del teatro de variedades y la severidad del militarismo de la época, El ilusionista nos empuja a movernos en pasillos poblados de trofeos de cacería y establos en los que se esconden secretos. Desde las palabras que van sosteniendo dudas hasta las imágenes que viran hacia el blanco y negro, velado y neblinoso, con ligeros tintes cromáticos, el film de Neil Burger participa del sueño y la melancolía y la banda sonora compuesta por Philip Glass tiene un movimiento ondulante, obsesivo; por momentos acuático que nos lleva a sumergirnos a una cautivante historia de evanescentes esfumaturas.

Las preguntas ante lo que va ocurriendo asoman con cierto temor y misterio, el cómo se hace esto va pasando a ser qué es lo que se está ocultando, los pases mágicos liberan nuestras miradas interiores y lo que se muestra de una manera bien puede llegar a ser de otra. Y mientras tanto, nosotros aquí, participando de un universo que muta sus siluetas; atentos a que en esta historia de simulaciones de clandestinidades, lo que puede llegar a trascender sea una sublime historia de amor.

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