De regreso, giró el volante y el auto pareció reconocer el camino. Esta vez sólo habÃa ido de visita, pero recordó cuántas veces habÃa transitado aquella ruta. Y aunque el escenario parecÃa transformado, sólo habÃa cambiado la perspectiva. SÃ, todo es relativo, hasta la manera en que miramos. Un velo de niebla viscosa hacÃa la noche desolada hasta el hastÃo. Cerca de las diez y treinta, pasó frente al paredón que algún loco habÃa decorado años atrás, pintando el rostro de Lennon en un mural exagerado. Se sintió hasta el cuello de recuerdos, aunque sin melancolÃa, porque jamás dejarÃa de reconocerse en ese páramo semiurbano. Un haberse ido nunca, un destino circular, más allá de su reciente exilio a la gran ciudad.
Diez y cuarenta de la noche. Ni un alma, el desamparo de la niebla, las luces mezquinas, los barrios a oscuras, el aroma inconfundible del cereal putrefacto, ya familiar e insignificante para los que transitan la ruta. Mientras su pueblo se alejaba a sus espaldas, miró por unos segundos el asiento del acompañante. Un celular, indolente y gélido, que minutos antes habÃa abandonado sobre el tapizado, guiñaba una lucecita verde que latÃa sin fe. El rostro se le llenó de sombras. Detestó con el alma la pequeña antena a medio levantar, la cobertura plateada y ordinaria, el nombre que el fabricante habÃa estampado en su frente. Maldito teléfono.
Quitó la presión del pie izquierdo sobre uno de los pedales y mantuvo la velocidad constante. Intentó pensar en otra cosa, pero un nuevo golpe lo sacudió por dentro. Vamos se dijo qué diablos pasa. Miró el reloj y volvió a mirar el celular. Y de repente comprendió, supo qué música ansiaba escuchar, que era imposible encontrar en la radio, o en los sonidos de la calle, porque sólo habÃa estado deseando que ese estúpido aparato le devolviera el sonido de una voz.
La luz verde pintaba lánguidos chispazos en el techo de cuerina. Entonces decidió analizar algunos temas cotidianos. En un juego que practicaba a menudo, ordenó sus ideas como si se tratara de piezas sobre un tablero de ajedrez. Poco a poco fue disponiéndolas sobre los cuadros imaginarios, de a una, en un orden obsesivo y celoso. Las cuestiones del trabajo, el presupuesto del mes, los pormenores de la feroz batalla judicial que mantenÃa con su ex esposa. MovÃa las piezas con racionalidad furiosa, tomándolas de a una, rumiándolas y haciéndolas a un lado cuando era el turno de la siguiente. Asà lo hizo varios minutos. Pero de repente sintió el espacio llenarse de una sola presencia. Alguien se negaba a formar parte de aquel juego del método y el análisis, simplemente arremetÃa, hacÃa volar en pedazos el tablero imaginario, lo ocupaba todo, se apoderaba de todo.
Otra vez pensaba en ella.
Antes de entrar a la gran ciudad, pasó frente al Hospital del último pueblo. Encendió un cigarrillo, y el humo se mezcló con un perfume de flores que perduraba de la tarde. ¿Esa habÃa sido la causa del repentino recuerdo de su cara, de su voz? Tomó la costanera y reparó en el rÃo, que se mostró a su izquierda, bajo un manto de oscuridad incierta. Pero fue en vano, tampoco logró distraerse con los buques encendidos que rompÃan ese negro acicalado de la noche. Y volvió la vista a sà mismo. ¿Por qué tenÃa tanto miedo? Quizá la soledad y la culpa lo habÃan arrojado a ese mundo de sombras, y ahà estaba ahora, hablándole a ella, desde su infierno silencioso. Si todo fuese más fácil se dijo si pudiésemos aceptar que asà están las cosas. Le pareció verla allà mismo, recostada sobre el asiento contiguo, con su mirada tierna de nariz arrugada, preguntando "¿nos veremos mañana?". Y él, ofreciendo la respuesta de siempre, casi obligada, que por incierta dolÃa en el alma: "Está en nuestras manos, siempre estará en nuestras manos". Se vio hundiendo los dedos en su cabello espeso, apartando los mechones de su cara para perderse en aquellos ojos que alguna vez, prometió serÃan protagonistas de un cuento. Recordó el paraÃso de canela en sus mejillas, su aliento de azúcar tibia, el hechizo de sus brazos cuando le rodeaban el cuello. Cerca de las once y quince, cruzó la última bocacalle y detuvo el automóvil. El teléfono estaba totalmente descargado, y ya no habÃa tiempo de que cierto número se le marcara en los dedos. Pero supo que volverÃa a llamarla por la tarde, sin excusas, sólo por preguntarle del Colegio, de sus juegos, de su mundo sencillo y prodigioso, mundo al cual siempre irÃa de visita. "¿Nos veremos mañana?". Decirle que cada vez que la dejaba se sentÃa morir un poco, que sin ella cada noche era una ruta baldÃa. Que muchas cosas no podÃa explicarlas. Que no podÃa siquiera consigo mismo. Que estos cuarenta y cinco minutos de viaje, habÃan sido testigos. Cerró el garage. Subió al dormitorio. ¿Está en nuestras manos? pensó antes de dormir. Y sonrió.
*(Publicada En Pedazos, Ediciones Ciudad Gótica, 2007)
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