Quizá porque me notó distraÃdo, anoche mi amiga C. me volvió a preguntar si estaba bien aunque llevábamos más de tres horas poniéndonos al dÃa. Le dije que me estaba costando encontrar historias para el diario; no sabÃa muy bien por qué pero en algún momento habÃa dejado la ficción para otros espacios y andaba, en cambio, a la caza de historias mÃnimas atravesadas por las casualidades y misterios de la vida. Pero llevaba un par de meses sin capturar ni siquiera una anécdota memorable que justificara el intento de escribir. Entonces mostró una sonrisa misteriosa, atrapada en el paréntesis de sus hoyuelos, y dijo que me contaba una si le prometÃa bajar de las nubes y quedarme un rato más con ella.
Mi amiga C. volvió al paÃs hace poco más de cuatro meses. Luego de obtener la Licenciatura en Relaciones Internacionales, pasó los últimos diez años entre Europa y Argentina. Un tiempo en Sevilla, donde hizo un máster en Estudios Europeos, otra temporada en Francia, dos años en Londres, un año sabático en Argentina y los últimos tres en BerlÃn, donde aprovechó para cursar estudios de JaponologÃa en la Freie Universität, que es lo que de verdad la apasionaba desde hacÃa años. Antes de todo eso tuvimos un romance tan fugaz como tormentoso; luego quedamos buenos amigos. Aunque a veces en esas temporadas en que volvÃa habÃa momentos en que bebÃamos de más o estábamos tristes y acabábamos en la cama, nunca se nos ocurrió a ninguno de los dos que pudiéramos ser otra cosa que amigos. Pero al fin y al cabo eso no tiene nada que ver con lo que me dispongo a narrar, que es la historia que C. me contó ayer por la noche y tiene que ver con aeropuertos, azares y corazones blancos.
Después de su año sabático, finalmente le habÃa llegado otra vez el momento de partir. Ya habÃa despachado el equipaje y hecho el checkin cuando una nube de cenizas de volcán cubrió el cielo sobre el aeropuerto y todas las partidas fueron postergadas hasta el dÃa siguiente. Fue a mediados de 2011, en aquellas semanas posteriores a la erupción del Puyehue, cuando la mayorÃa de los vuelos ya se habÃan regularizado pero todavÃa podÃas quedar varado en el momento menos esperado. PodrÃa haberse ido a un hotel, pero le pareció un gasto excesivo.
La noche en un aeropuerto, durmiendo mal y poco en sillones y con un ojo abierto para cuidar las pertenencias, nunca puede ser breve. C. lo sabÃa y recorrió los pasillos hasta encontrar un lugar donde vendÃan libros y revistas. Le llamó la atención un ejemplar de Corazón tan blanco, de Javier MarÃas, y entonces recordó que yo alguna vez se lo habÃa recomendado. LeÃa la contraportada cuando una voz a su espalda dijo que esa serÃa una buena elección, que era un libro precioso. Era un muchacho más o menos de su edad y, según mi amiga, tenÃa un brillo especial en la mirada, como un punto asimétrico de luz, que la forzó a sonreÃr.
Se llamaba Facundo. Pasaron toda la noche hablando, escuchando música, durmiendo de a ratos en el hombro del otro, cuidándose los bolsos mutuamente. Supo que esperaba un avión que lo llevase de regreso a Mendoza, después de visitar a un amigo que estudiaba en Buenos Aires; que nunca habÃa encontrado a la mujer con la cual emprender un proyecto serio pero que planeaba tener muchos hijos, por lo menos cinco; que habÃa estudiado dos o tres cosas sin convicción hasta que descubrió que querÃa ser rescatista de montaña para sentir que habÃa salvado la vida de alguien. "Eso solo", le dijo, "tal vez justifique mi vida entera". Ella habló de su historia, sus frustraciones, sus planes. En algún momento también le reveló su peor miedo: a pesar de que llevaba casi una década saltando de una ciudad a otra, le atemorizaban los lugares nuevos y los comienzos. O tal vez, dijo esa noche, a lo que en realidad le temÃa era a que ninguna ciudad fuera la definitiva, a seguir toda la vida en tránsito perpetuo. El sacó un iPod del bolsillo y le hizo escuchar una canción de un tal Coque Malla del que ella nunca habÃa oÃdo hablar, y que se llama "BerlÃn": "Hoy voy a empezar a construir / la casa donde estaré / para toda la vida. / Voy a recorrer esta ciudad, / voy a llegar hasta el mar / el mar me cura la herida."
BerlÃn puede ser el primer dÃa del resto de tu vida, le dijo él, quién sabe.
Mi amiga C. es reticente a decir que se enamoraron o algo por el estilo, pero no puede evitar decir que se cayeron muy bien y que algo podrÃa haber pasado entre los dos si a la mañana no hubieran emprendido, cada uno, vuelos hacia destinos tan distantes. Se besaron, intercambiaron mails, se despidieron y cuando subió al avión se dio cuenta de que el libro de Javier MarÃas habÃa quedado en los sillones del aeropuerto. No volvieron a verse. El nunca escribió ni contestó sus mails. Ella esperó noticias durante las primeras semanas; después le escribió pero fue en vano. Al cabo de cuatro o cinco meses, se resignó a olvidarlo.
Seis meses atrás se decidió a volver y poco después llegaba a Ezeiza. HacÃa mucho que no pensaba en él, pero lo recordó apenas pisó el aeropuerto y lo pensó durante todo el viaje hasta Rosario. Aunque nunca le habÃa contestado, y a pesar de que no eran muchos los datos que tenÃa, lo rastreó hasta dar con un teléfono fijo. Cuando llamó atendió una voz de mujer y estuvo a punto de cortar. Sin embargo, preguntó.
La mujer era la hermana. Facundo, le dijo, habÃa muerto en un accidente automovilÃstico apenas una semana después de que ella se fuera a BerlÃn. Mi amiga C. se quedó muda, no supo qué decir, cómo seguir. No podÃa creerlo, simplemente era incapaz de entenderlo: aunque siempre cabe la posibilidad, no se habÃa preparado para eso. La hermana siguió hablando. Le preguntó dónde se habÃan conocido, y cuando C. se vio obligada a mover otra vez los labios, a coordinar ideas para expresarse, fue como si empezara a reponerse de un desperfecto que la hubiera desconectado.
Hablaron más de dos horas. Mi amiga C. no supo decirme de qué, por qué hablaron tanto. Pero sabe que cuando llamó eran las nueve y media y que cuando colgó era mediodÃa. En algún momento, me dijo, la hermana de Facundo contó que después del accidente habÃan donado los órganos. Dijo que a pesar del dolor de la pérdida era satisfactorio saber que su hÃgado le habÃa servido a una mujer de San Luis, que su riñón habÃa ayudado a un chico de Tandil, que su corazón habÃa salvado la vida de un hombre en Córdoba. Mi amiga C. le contó lo que Facundo habÃa dicho sobre salvar vidas, y las dos lloraron. Un rato después se despidieron. Antes de colgar la hermana le dijo en qué cementerio lo habÃan enterrado, por si algún dÃa querÃa pasar. Mi amiga C. no pensaba hacerlo, pero se lo agradeció.
Poco después consiguió trabajo. El sueldo no es gran cosa pero le demanda viajar a distintos lugares del paÃs, y a ella le gusta viajar. La semana pasada, cuando una demora imprevista la retuvo en el aeropuerto de Córdoba, se metió en una librerÃa: al final nunca habÃa leÃdo el libro de MarÃas. Le pareció que ese era un buen lugar para comprarlo otra vez. Cuando la chica se lo dio, una voz a sus espaldas dijo que era una buena elección, que se trataba de un libro precioso. Se dio vuelta con el corazón en la mano. Era un hombre al que nunca habÃa visto en su vida, pero el punto asimétrico de luz en la mirada era inconfundible. "En esa fracción de segundo en que nuestros ojos se cruzaron", me dijo al contar esta historia, "supe que se trataba del hombre que habÃa recibido el corazón de Facundo."
No hay forma de que lo supiera: mi amiga C. es consciente de eso. PodÃa ser una simple casualidad. La vida está llena de mÃnimas casualidades a las que, en ocasiones, la gente le asigna significados. Pero le gusta pensar que no. Le gusta pensar que detrás de esta historia hay mucho más que sólo una mÃnima casualidad y una probabilidad remota.
Yo no le creo del todo. Cuando se fue, me quedé pensando en la historia y en la posibilidad concreta de que me hubiera contado precisamente algo como lo que yo querÃa escuchar. Que lo hubiera leÃdo en algún lado, hubiera mejorado una anécdota o improvisado sobre la marcha. Pero cuando llegué a mi casa busqué la canción de Coque Malla en youtube. Hay un disco nuevo en el que la canta a dúo con Leonor Watling y es una bella versión. Empecé a escribir con los primeros acordes, sin que las dudas importaran.
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