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Miércoles, 5 de septiembre de 2007
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Luz de invierno

Por Víctor Zenobi
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A Emilio Bellón

Uno nunca sabe como comienza su historia hasta un tiempo después, cuando toma conciencia de que en algún momento ha comenzado. Por supuesto, esto sugiere que no hay simultaneidad entre vida e historia hasta un tiempo avanzado, hasta un momento en que uno se vuelve hacia su espalda y recupera una exaltación o una intensidad digna de tomarse como un punto de partida o de desvío. En mi adolescencia, el trato con la literatura era bastante habitual porque no había televisores y el libro a préstamo de la biblioteca o la voz de la radio era lo único que caseramente nos asediaba. Por supuesto, también estaba el cine, cuya mágica fascinación nos dejaba despiertos discutiendo un film hasta las más altas horas de la madrugada. El cine era algo así como el suplemento de una educación convencional y rigurosa; por él y en él entrábamos en los temas prohibidos o que no eran habituales. Por supuesto, era el momento de un apogeo, de una cierta combinación de variables muy especiales que presentaban un mundo, un universo nuevo, (más multiverso que universo, como diría Ortega), con leyes y regulaciones específicas. Sólo que tardamos en darnos cuenta de eso. La fascinación cumple casi siempre empresas engañosas y más, tratándose de imágenes que alcanzan un pleno desarrollo de movimiento y temporalidad, provocando múltiples pesadillas o sueños dispares. De tanto en tanto, nos tocaba despertar; algunos con Eisenstein, Fritz Lang o Rossellini. Yo desperté en una vieja sala de la calle Sarmiento, que como tantas, hace mucho que no existe. Proyectaban en la función del lunes, que casi siempre era a pedido, tres filmes. Uno de ellos era un film gris y agónico, de una desesperanza sobria, que había sido titulado en nuestra lengua: "Luz de Invierno". Pese a la complejidad de lo que acontecía, (yo tenía dieciséis o diecisiete años) vislumbré una suerte de símbolo, que en realidad no era tal. Pero eso no era importante, lo importante fue la exaltación que me produjo. Una pareja que viajaba en un auto se detenía frente a las barreras bajas del ferrocarril: El protagonista, un pastor protestante que había perdido su fe, decía algo más o menos así: "Mis padres me ordenaron ser sacerdote". Antes, un personaje interpretado magistralmente por Max Von Sydow, había recurrido en su ayuda. Decepcionado, se suicidaba ante el estruendo de un río, que sugería un latido estremecedor de la vida. Un río tormentoso, cuyo sonido arrastraba todo lo que encontraba a su paso. No quiero falsear mi recuerdo; salí del cine y comprendí que ya no volvería a un cine del mismo modo. Volvería predispuesto a que me deparase una revelación que estaba más allá de las palabras y también, después lo comprendí, más allá de las imágenes. La juventud suele ser vanidosa; yo creí ostentosamente, que ese film, mejor dicho, unas imágenes de ese film eran un punto de giro en mi vida. Después lo confirmé, sólo que de una manera mínima y trivial como tantas otras cosas, bajo una luz tenue y vagamente descendente. Eso me hizo comprender que muchas de nuestras operaciones no son casuales; la primera vez que di una charla, gracias a la generosa invitación de Emilio Bellón, fue acerca de la obra de Ingmar Bergman, el director de "Luz de Invierno". Referir circunstancias personales no es parte de mis hábitos y mucho menos de mi agrado. Me lo he permitido porque creo que la mínima experiencia que he bosquejado es común a muchos cinéfilos de mi generación. Bergman ha muerto y con él se va diluyendo gradualmente una época y una manera de interpretar el mundo. Ultimamente, su nombre no abusaba de las marquesinas; es más, alguien al enterarse de la noticia se sorprendió: "Yo creí que ya había muerto". La frase no me molestó; sentí que torsionaba una obsesión Bergmaniana: la convicción grave y central de que convivimos con la muerte, de que ella está presente en todos nuestros actos, desde el más trivial al más profundo, determinando los meandros de nuestra intimidad. Incluso, dictándonos frases que parecen distantes de ella, porque, lo repito, de algún modo que ahora llamamos inconsciente, tenemos siempre presente que vamos a morir. Es lo que recuerda Próximo, el entrenador de gladiadores, a Máximo, en "Gladiador", de Ridley Scott: "Todos nos vamos a morir. Infelizmente no podemos elegir el modo, pero sí decidir como encarar ese final". Por supuesto, nuestro medio, el actual quiero decir, busca por todos los medios, apartarse de esa experiencia y quizá la sobreabundancia de imágenes superficiales, que pueblan nuestro mundo se debe a ello. Pero si alguien, como Ester en El silencio o Agnes, la hermana enferma de Gritos y susurros o el Caballero Antonius Block de El séptimo sello, no tienen más remedio que confrontarla, entonces una fisura o una grieta rasgará el velo de las imágenes convencionales, propiciando el multívoco circuitos de las afecciones, de las preguntas inquietantes y el estupor de los rostros confrontados en una situación de desvío, donde se diferencian o se borran. Rostros impregnados de la afección y el temor, tan característicos del expresionismo. No en vano, éste ha desarrollado toda su inquietud metafísica y ha distinguido, como un pliegue o reflexión sobre el misterio de la misma imagen fílmica, la preeminencia del fantasma. El fantasma materializado en el negativo del film, el fantasma del rostro, rostro del primer plano que se ha arrancado a sus coordenadas espacio temporales para ser pura expresión, pura cualidad que remite nada más que a sí misma, aunque se comporten como una superficie reflejante de la luz o la sombra que les llega desde el exterior. Tal vez el drama de "no ser" de una conciencia o de ser solamente conciencia de algo atemorizante y misterioso. Una conciencia que soporta un rostro o un rostro sin conciencia que nos enfrenta con la acechanza del vacío. Como se dice en "De la vida de las marionetas": "bienvenida vida si eres vida, bienvenida muerte si eres muerte". Al fin de cuentas, si la imagen es también un velo, detrás de ella qué...algo o más bien nada. Pero la nada se resuelve extraña y disimulada o enmascarada en una imagen. La nada se torna un blanco imposible de filmar y la prioridad del rostro, más cercano que ningún otro, y la morosa fluidez de la voz, plantean una y otra vez, por si fuera poco, la crueldad, la soledad y el sufrimiento. Una de las lecciones importantes de la utilización de un primer plano, de esa posibilidad de la sinécdoque de la vive el cine, es que la imagen sufre una desterritorialización; un rostro puede tener las mismas dimensiones que una gota de agua y una porción del mar o una montaña. La proporción, como cualidad de la individuación, está desalentada e incide en la temporalidad que la consume o la atraviesa. Por supuesto, el encuadre sirve de límite, aunque un límite provisorio o inestable, ya que el fuera de campo amenaza siempre con desbordar la imagen hacia la "otra escena". Si los blancos y los negros, o más precisamente la luz y la ausencia de luz, predominan en los bordes, el objeto está potencialmente expuesto a un borramiento o una desintegración. El misterio de lo infinito, de la luz o de su ausencia, regula el fundamento de cierta intimidad, la luz se interioriza o desaparece en el interior de una profunda oscuridad, pero el rostro sigue estando. El rostro es el marco que parece recortar la incomprensible amenaza del espacio infinito. Confirmación de la presencia, del misterio de estar allí, en el meollo de la existencia que, según algunos de sus personajes, "no tiene explicación". De buenas a primera, el kammerspiel o sus derivados se hacen sentir; la mayoría de los filmes bergmanianos transcurren en espacios cerrados y en un número muy limitado de personajes que, de muchos modos, se siente aislados. Pero ese aislamiento o, tal vez mejor, esa expansión y contracción incesante que unas veces contacta y otras, aleja, provoca múltiples incidencias abrumadoras, porque los personajes, que se movilizan en su interior, aunque ese interior halla sido contraído al mínimo, casi al tamaño de un cuadro, se tornan demasiados precarios para enfrentar y sostener el incomprensible devenir del mundo. En contrapartida, presentan al mismo tiempo, el suplemento de una expresión que el teatro no puede dar.

Siempre se ha difundido que una de las grandes virtudes de Bergman es su profunda fidelidad a esos medios, que no siempre se han llevado bien: el cine y el teatro. Yo agregaría la literatura. Bergman ha escrito sus guiones y también unas cuantas historias. Su capacidad escrituraria se siente a través de los monólogos que sus personajes presentan al sortilegio especular de la cámara. En muchos momentos, uno siente que se dirigen a uno, que somos absorbidos por tal intensidad. Ese efecto, se beneficia nuevamente por otras de las incidencias del primer plano que, incurriendo en una especie de autonomía, pero sin afectar a la sucesión diegética de las escenas, cobra un valor independiente, un valor en sí mismo. Por supuesto, no debemos dar por sentado que dicen lo que dicen, porque tienen la necesidad de interrogar "solo los humanos hacen preguntas" o de comunicar una verdad, aún cuando la comunican, o sugerir un secreto. En ese sentido, sentimos instantáneamente el intenso influjo de la tragedia.

Una de las últimas obras que Bergman ha dirigido es "Las Bacantes" de Eurípides, en cuyo centro está Dionisos, ambiguo dios del vino y el éxtasis. Dios promotor de la máscara y del teatro, Dios bisexual, de ritos peligrosamente secretos, que Bergman ha hecho interpretar por una mujer. Planteamiento idóneo de un hombre que ha utilizado el arte para llevarnos a los límites más extremos de lo soportable. Al fin de cuentas... "La vida, el nacimiento, la muerte son secretos en virtud de los cuales unos son llamados a vivir y otros a morir".

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