En Escocia todos son escoceses. Pero en aquel paÃs todos éramos de vivos colores y estampados.
Paridos de mujer, en aquel paÃs habÃan nacido algunas bestias. Algunos ángeles. Y mucha gente. La injusticia gozaba de un aspecto saludable. El infortunio no era un bien que se transmitiera por testamento sino que formaba parte del paisaje.
En aquel paÃs, durante el verano, desde los balcones del cielo descendÃa la noche. El perfume de las azucenas se filtraba como un éxtasis igualador que no igualaba. Y cuando el orador decÃa "somos felices", todos éramos felices. Y cuando decÃa "¡ganamos la guerra!", nadie veÃa la muerte de un soldado.
Aquel paÃs, olvidadizo de sà mismo, tuvo tejedoras que hilaron las finas redes de su memoria hasta impedir que desapareciera lo desaparecido.
En ese paÃs nacÃan y morÃan mariposas, corazones y murciélagos. HabÃa tanta confusión rodando por sus bellos declives, eran tantos los mordidos por el hambre, los habitantes del desamparo, que su historia, como trágico poema, se interrogaba a sà misma de manera constante.
En ese paÃs sobrevivÃa a veces lo mejor a lo peor. A veces lo peor a lo mejor. AllÃ, nada era para siempre. Todo era simultáneo e incomparable. A las dos de la madrugada un mendigo masticaba un escarabajo, un taxista atropellaba a su fantasma y las gobernantas hacÃan crecer su pelo de hoy para mañana. La diversidad era nuestra virtud y nuestro vicio.
En ese paÃs algunos amasaban pan y otros lo comÃan. Las miguitas que se caÃan, alimentaban a los niños y a los pájaros. Digno de ver era el disfrute de gorriones y gorriones.
En aquel paÃs los métodos fallados, fallaron. La riqueza no chorreó. No salpicó. La riqueza se afirmó a los huesos de los ricos, y eso fue todo. En ese paÃs la riqueza se empecinó en no ser fluida, derramada. No cedió una sola gota. La riqueza fue una garrapata. Un bicho agazapado, una resumida plaga de la que los selectos no podÃan librarse.
Conmovidos, los salvos de semejante ponzoña, quisieron compartir tremenda desgracia y alzaron su queja. Entonces aquel paÃs se partió en dos: en una banquina los unos y en la otra, los peatones con sus hogueras, sus ollas, sus lágrimas. A los autos la vida se les llenó de humo y dificultades porque los autos de ese paÃs querÃan las rutas liberadas.
Entre una cosa y otra, en ese paÃs habÃa perÃodos en los que todos enloquecÃamos. Una fiebre de triunfo nos movÃa a agitar las banderitas con la mano.
TenÃamos, también, la etapa de los pregones, y los predicadores daban rienda suelta a sus destrezas para seducir y enmascarar. Las ideas mansas, con sus pezuñas de cordero, se unÃan al rebaño. Las más agraciadas caminaban en puntas de pie y movÃan su atrás con donaires favorecedores. Entonces, los libres gritaban ¡somos libres!, los trabajadores decÃan ¡trabajamos!, y cuando se abrÃan las cajitas de los votos, los vencedores provocaban aplausos y comparsas. Los mejores cantantes cantaban, los dotados de manos aplaudÃan, los reidores reÃan, los aviones se iban a las islas Caimán y habÃa perros que no necesitaban collar porque no se alejaban de su amo. El propio paÃs no se alejaba de su amo. A los collares de oro los usaban las primeras princesas, las primeras esposas, las primeras malcriadas
Y cuando los triunfadores triunfaban, venÃan cambios. De asientos. De mobiliario. De peluqueros. De maquillaje. Entonces, los esperanzados se animaban a decir ¡cuánta esperanza! y los pobres amasaban el pan con esperanza, y los peatones incomodaban a los autos con esperanza, y la esperanza iba de aquà para allá con las piernas cansadas.
Los ademanes de ese paÃs a veces parecÃan derechos y a veces izquierdos. Las palabras adquirÃan una hermosura perversa y los mejores goles se hacÃan con la mano.
En aquel paÃs, uno podÃa morir por los golpes de sus propias alas y reconocerse en la sombra infiel de alguno de sus fantasmas.
Sin que siquiera nos echaran, ese paÃs se nos convertÃa en un pensamiento exterior a nosotros mismos, un territorio narrado por otros, el fruto de una imaginación exaltada.
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