La historia la oà muchas veces de muy niño y a esta hora no sé cuándo sucedió y si yo ya estaba sobre el mundo, pero como no fui testigo directo, da lo mismo.
Prescindo entonces de precisiones que no vienen al caso y relato la historia que era constantemente referida por mi madre a mis tÃas y a sus amigas y aún a sus vecinas cuando "pasaban un ratito" a tomar mate. En estas ocasiones la escena era la siguiente: mi madre con lágrimas en los ojos y voz contenida y baja, ya que la tragedia la tocaba muy de cerca pues era amiga de la familia y hasta habÃan sido vecinas en la adolescencia, cuando ella con sus hermanos y mi abuela habÃan arrendado el campo de don Paco Aguilar, relataba.
Esto que paso a contar es lo que siempre le oà a mi madre, pero casi sin variantes era lo que se decÃa por el pueblo y lo que repiten los memoriosos y aún los más jóvenes que están muy lejos del teatro de los acontecimientos, por razones más que obvias.
No voy a decir sus nombres porque ya pasó mucho tiempo, tanto que la vida a veces tiende a borrar el pasado, pero como en este caso se encontraron esos hechos conmigo, no quiero dejar de testimoniar aquello que me afectó tanto y tan profundamente por años.
El matrimonio ya algo mayor habÃa tenido cinco hijos, tres mujeres y dos varones, menores estos últimos. Las mujeres se habÃan casado y vivÃan en el pueblo, los varones realizaban las duras tareas rurales de entonces, y eran solteros.
Eran los tÃpicos inmigrantes, habitantes de la misma aldea, habÃan venido con sus padres y hermanos, y como sus padres se conocÃan habÃan llegado con otros cruzando el mar hasta recalar en el pueblo porque aquà habÃa paisanos y como todo era tan natural , lo más natural fue que ellos se casaran.
Trabajaron de sol a sol como se usaba entonces, primero en un campito arrendado, que luego compraron, desmalezando, destripando terrones, sembrando, carpiendo y cosechando. Cuando los hijos crecieron un poco ya pudieron ayudarlos y el trabajo fue un poco más aliviado.
Todos coinciden en que era la chacra más primorosamente trabajada de toda la colonia, que la dueña de casa tenÃa una quinta famosa por sus pimientos rojos y que las azaleas de su jardÃn no tenÃan rivales en toda la zona.
También tenÃan un extenso monte de frutales bien cuidado. No habÃa chacra en aquel tiempo en que estas tres cosas faltaran. Lo que puedo resaltar es que esta familia ponÃa más celo que otros en su tarea, por lo que cuentan.
Y ahora ingreso al núcleo de mi relato.
Todo marchó muy bien, aunque con mucho sacrificio como se usaba en aquel tiempo, hasta que una enfermedad terminal lo alcanzó al hombre. Paralelamente su mujer empezó a perder la vista y estaba casi ciega.
Es imposible imaginar qué pasa por la cabeza de un hombre cuando está decidido a cometer una tragedia. Uno puede comprender borrosamente que un hombre puede matar bajo emoción violenta, pero menos entender (porque a la razón le resulta esquiva) cuando esa acción fue minuciosamente pensada hasta el último detalle. Y menos aún que el hombre ya grande, sintiéndose viejo, lo hizo según testimonios por el inmenso amor que le tenÃa a su mujer y que se lo habÃa demostrado en todos los años duros que habÃan compartido.
Y bien, un dÃa que tal vez fue septiembre, luminoso, alto, con el olor penetrante de las arvejillas que ella amorosamente habÃa sembrado al frente de la casa y que trepaban por una cañas de India que habÃa clavado para ello y del color rojisimo de los malvones que crecÃan orondos en las macetas, muy cerca y siendo ya media mañana, el hombre cumplió con el ritual de los dÃas espléndidos. Sacó una silla al patio de tierra, la acompañó llevándola del brazo, se buscó una silla para él y luego sacó la pava, el mate y los enseres para la cebadura. Sólo que esta vez él volvió a entrar a la casa y salió con la escopeta de dos caños que usaba para matar liebres y la apoyó en la pared.
¿Qué te olvidaste?, le preguntó ella.
Nada, contestó lacónico.
Ya habÃa alejado de la casa a sus hijos. Al mayor lo mandó al pueblo a comprar un repuesto para una máquina y al menor le ordenó volver al campo para repasar con las rastras una tierra arada que reservaba para sembrar alfalfa.
Armó con suma paciencia un cigarrillo y mientras mateaban, el hombre le habló a la mujer con suma dulzura. Pero nadie sabe las palabras que usó para convencerla de su decisión ya que esta era una decisión muy importante y como todas las decisiones importantes las habÃan compartido, él le habló.
Le habrá hablado de la aldea en que habÃan nacido, del viaje en el barco, de los tiempos en que crecieron, vecinos en las chacras que los padres de ambos arrendaban, de cuando él habÃa decidido pedirla en matrimonio. De los hijos y de los sacrificios que habÃan hecho los dos para criarlos y hacerlos personas de bien, como no era de otra forma en los inmigrantes de entonces.
Pero habÃan llegado a viejos y él estaba muy enfermo y ella estaba ciega. Tal vez le hablara del sufrimiento que ella padecerÃa cuando él no pudiera cuidarla y ella fuera una carga para sus hijos.
Ella lo escuchó en silencio y es probable que haya aceptado sus razones, que haya comprendido que no lo llevaba la sinrazón sino una meditada manera de no sentirse trastos inútiles luego de pelearle tanto a la vida. Era, esto lo digo yo, hasta una razón de higiene o de ética.
Es probable también que cuando él dejó de hablar, habrá mirado ese campo que tanto habÃa amado y que pronto dejarÃa.
Entonces metió los dos cartuchos en la recámara, le apuntó casi al bulto, y apretó al gatillo.
Ella cayó hacia atrás con todo el pecho lleno de sangre.
Al instante, sin constatar si la habÃa matado, se sacó una alpargata, se puso el caño de la escopeta en la boca y asÃ, sentado, accionó con el dedo gordo del pie el gatillo y disparó.
El murió en el acto. Ella sobrevivió casi dos dÃas y pudo declarar muy detalladamente ante la policÃa y el juez.
Todos los datos que dio coincidÃan con los relatos de los hijos.
"Como si se hubieran puesto de acuerdo", siempre repetÃa mi madre.
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