Cuando yo era demasiado chico, es decir, cuando aún no iba a la escuela mi padre solÃa llevarme con él por las tardes. Quizás hacÃamos algún mandado, pero la mayorÃa de las veces cumplÃamos su propia rutina.
Con mi madre también hacÃamos algún mandado, pero siempre de mañana y el trámite era siempre llevado con urgencia. En la casa la esperaban otras tareas, las domésticas que incluÃan el cuidado de la quinta y las gallinas.
Con mi padre era distinto, era verdaderamente otra cosa, siempre más apasionante.
Como en ese tiempo fumaba unos toscanitos que compraba en el bar de don Marcos Markicich, lo bueno venÃa cuando me compraba a mà también...pero de chocolate. Eran unos bastoncitos riquÃsimos que don Marcos me alcanzaba entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo que fumaba con unas largas boquillas doradas.
Luego de tomarse una copa podÃamos hacer una etapa en algún otro boliche que nos quedara en el camino de regreso. PodÃa ser el del Turco don José Alé o el "de los turquitos" como le decÃan al que estaba en la ochava vecina a la peluquerÃa de Spina "El pobre". Este bar tenÃa en lo alto un cartel pintado de celeste con dibujadas letras blancas. DecÃa, lo recuerdo: Bar "El cometa" y tenÃa un dibujo de un meteoro con una cola, todo rojo, cruzando el cielo pulcro y bobo, y en letras más chicas "de Salvador y Jacinto Esne".
Ese era el mundo alucinante y mágico de los hombres, de los mayores, que se tomaban una copa acodados en el mostrador de estaño, con el sombrero puesto, el pañuelo al cuello y fumando sus agrios cigarrillos de tabaco negro.
Casi siempre habÃa una o varias partidas de naipe en las mesas desvencijadas y oscuras.
Salvo mi padre que no era afecto al juego (hasta el dÃa de hoy sospecho que no sabÃa jugar a ninguno), el resto aceptaba el convite. Se jugaba por la copa o tal vez por alguna moneda. Y si bien nunca presencié alguna gresca, uno siempre se enteraba si las habÃa y casi siempre por la presunción de una trampa que exaltaba el "alcohol pendenciero", como dirÃa Borges.
No era raro que se hablara en esos boliches de los temas excluyentes: el tiempo, la polÃtica, las carreras o el fútbol. Pero también se hablaba de cosechas, es decir del trabajo.
En algunos de esos boliches no serÃa raro entonces que se le preguntara a mi padre adónde irÃa ese año "de juntada", como se le llamaba a la recolección manual del maÃz, que congregaba a las familias pobres del pueblo y aún a otros de provincias vecinas.
De Domingo Clérici contestarÃa mi padre Vamos con todo.
La respuesta era obvia, nunca habÃa ido a otra chacra y la expresión "con todo" implicaba que nos instalarÃamos en una pieza de la chacra con parte de los muebles (camas, mesa, sillas, un ropero chico) mientras durase la cosecha que podÃa llevar un poco más de dos meses.
Yo perderÃa las clases en ese lapso y luego debÃa recuperarlas con mi ángel guardián de entonces, la señorita Lidia Manavella, mi maestra de mis dos primeros grados, con sus bellos ojos glaucos y su larga trenza rubia. La señorita Lidia, que se preocupaba por todos los chicos que por el mismo motivo que yo se atrasaban luego de empezar tan tarde el ciclo escolar.
Todas las tardes entonces Ãbamos a la casa de la familia Juárez donde ella alquilaba una habitación durante la época escolar, ya que era rosarina, pero estaba muy integrada a la vida social del pueblo. Obvio es agregar que no cobraba un centavo a nuestros padres.
Luego de estos dos primeros años donde se repitió como un calco la situación de mi retraso en comenzar los estudios, mi padre tomó una decisión drástica.
Fue él sólo, todas las madrugadas a pie, a juntar maÃz para que yo pudiera comenzar con todos los chicos las clases.
Los sábados mi madre lo ayudaba en esas tareas durÃsimas, y yo también iba, pero a vagabundear por esa chacra que me resulta con el correr de los años el único paraÃso posible para mÃ.
Recuerdo todavÃa que los caballos se ataban con la noche cerrada, antes del alba, el vapor que salÃa de sus narices, algún relincho, alguna patada que se tiraban entre ellos o simplemente su resignación cuando los ataban al aradito de dos o tres rejas para arar duro hasta mediodÃa cuando se roturaba la tierra para una siembra futura.
De alguna de aquellas "primeras veces en la matriz infantil" a la que alude Cesare Pavese, me queda un recuerdo tal vez único, tal vez nÃtido.
Después venÃa el final "de la campaña", como se le llamaba al concluir la "juntada" y de la reunión alrededor de un cordero a las brasas, muy ritual y de rigor, en especial convite del dueño de la chacra para todos los juntadores y donde siempre se agregaban parientes y vecinos; luego de la torta de naranjas de doña MarÃa (¡la dulce "TÃa" MarÃa!) y tal vez el acordeón de un comedido sólo quedaba el regreso para el dÃa siguiente.
De ese regreso quiero contar aquÃ.
Mi padre le pidió "la gauchada" a don Pascual Andrina, piamontés y vinero que tenÃa un forcito "T a bigotes", colorado que usaba para el reparto de bordalesas por los boliches y almacenes de mi pueblo.
La gauchada cabe doble, repetÃa mi padre cuando viene de un paisano piamontés. Y allá fue don Pascual con su boina bruna y su forcito hipante a recoger nuestros trastos a la chacra.
Llegamos al atardecer a la casa solitaria y casi vacÃa. Una luz que usaba una densidad estremecida nos estaba esperando.
Como mi madre se nos habÃa adelantado, los pisos de ladrillo tenÃan una pulcritud que sólo ella no sé cómo conseguÃa.
La hora insólita, los dos meses en el campo donde lo cotidiano era un cielo más abierto y los ruidos eran otros, y ahora, asÃ, con los gorriones que hacÃan un barullo del demonio mientras buscaban su lugar para dormir en los paraÃsos del patio, todo eso sobrecogió mi breve vida de entonces.
De pronto la lengua violenta del crepúsculo se filtró por la ventana abierta e iluminó el umbral de la cocina donde mi madre se empeñaba en encender el fuego o tal vez una lámpara.
Yo me paré un instante en el patio de tierra y ese instante me pareció mágico y es probable que allà no imaginé que más de cincuenta años después irÃa a recordarlo.
No lo supe porque yo en ese tiempo era inmortal y en ese carácter era el dueño del tiempo.
El de ese instante del tiempo y el de todos los tiempos.
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