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Sábado, 29 de septiembre de 2007
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Tan cerca, tan lejos

Por Gary Vila Ortiz
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-¡Pero cómo le va, mi querido amigo! -grita una voz inconfundible a mi lado-, ¿así que en mi velorio todos lloraban? Usted es el mismo exagerado de siempre, Gary. No cambia más.

-Hola, maestro -saludo a Nicanor Pérez-. Recuerde que era sólo un sueño. No sé qué va a pasar el día que usted se muera de verdad, si es que eso alguna vez sucede.

Distraído en hojear varios libros a la vez, no lo he visto llegar a la librería de viejo de calle Mendoza. Me palmea la espalda y sonríe.

-A los ciento cuatro años puede ser que muera, pero aún no lo tengo decidido -anuncia-. Será cuestión de esperar.

Lo veo de buen ánimo a Nicanor. Se ha cortado el pelo, su habitual colonia lo perfuma en abundancia y tiene un cigarro apagado entre los dedos de su mano izquierda. Viste pantalones grises con unos elegantes tiradores y una camisa celeste algo abrigada para el bochornoso calor del invierno rosarino. En lugar de zapatos, usa unas juveniles zapatillas. Nota que las estoy mirando y explica:

-Son mis zapatillas de caminar. Mis pies doloridos ya no soportan otro calzado. Si no, después de unas cuadras tengo que volver.

-Convengamos en que nunca fue un fanático de las caminatas.

-Es cierto, es cierto -admite-. Pero con los años me canso más rápido.

-Bueno, no se haga el ancianito desvalido -lo reto-, porque entonces ¿qué queda para mí? No olvide que tenemos casi la misma edad.

Sin contestarme, asiente varias veces y abre los brazos en señal de disculpas.

-Iba a llamarlo esta tarde -dice-. Quería proponerle una especie de juego, pero ya que lo encontré, aprovecho y se lo cuento en persona.

Acomodo los libros en un estante y me dispongo a escuchar.

-¿Recuerda cómo empezó la historia? -pregunta-. Me refiero a la historia de "Los criminales eruditos". Sin que usted lo supiera, aunque supongo que más tarde lo adivinó, dejé mis textos en varios libros que me pareció que revisaría en alguna de sus frecuentes visitas a las librerías de viejo cercanas a su departamento. Así descubrió los primeros fragmentos en El libro de Alicia y la historia comenzó a contarse. Después de tantas semanas y tantos relatos, después de tantos paréntesis y senderos que se bifurcan y memorias acaso inútiles y digresiones, después de tantos personajes que se agregaron, como su amigo Fernando o mi ayudante mister Wingren, ahora quisiera empezar de nuevo, o mejor dicho quisiera que otra vez el puro azar que en algún momento decidió cómo empezaba la historia decida ahora cómo sigue esa misma historia que más de uno a esta altura considerará interminable y tediosa.

-Espere, espere -lo interrumpo-. Hay algo que no entendí bien. ¿Los textos que yo encontré en El libro de Alicia estaban repetidos en otros libros para que alguno cayera en mis manos?

-No, no -contesta Nicanor-, había distintos textos escondidos en libros diferentes. Podría haber encontrado cualquiera, o varios, o ninguno. La historia comenzó por un lugar pero podría haber comenzado por otro completamente opuesto. El azar lo decidió, aunque antes de que intente refutarme, admito que ni para usted ni para mí existen las casualidades.

-Pero ¿no cree usted que...?

-Basta de preguntas -me ordena mientras levanta su mano derecha con los dedos extendidos-. Ya se parece a nuestro común amigo Fernando.

-Está bien -admito a regañadientes.

-Concédame este favor -me pide mientras saca de uno de sus bolsillos un manojo de cuartillas pálidas, grises, dobladas con insólita prolijidad-, permítame esconder las cuartillas grises que tanto le agradan por donde más me plazca, y dentro de unos días vuelva por aquí y vaya también a la librería de calle San Juan y hurgue entre las páginas de los libros pero sin dedicar ni más ni menos tiempo del que usualmente emplea en esa placentera costumbre y vea cuáles puede encontrar. Después decida si quiere transcribir o no los fragmentos.

-Pero otras personas pueden llevarse antes esos libros -señalo.

Nicanor se encoge de hombros.

-Entonces la historia buscará un camino nuevo para seguir.

Me mira en silencio, como si esperase una respuesta.

-Está bien -admito-. Fernando me ha contagiado su manía de querer explicarlo todo. Acepto su propuesta sin más reparos.

-Fantástico -aplaude Nicanor con entusiasmo-. Para festejar, lo invito a tomar un helado de crema blanca, ésa que tanto nos gusta a los dos.

Esquina

El malabarista que quiere ganarse unas monedas de los conductores que se han detenido en el semáforo demuestra que podría ser un digno artista de un buen circo. Las botellas dibujan con belleza el aire. Mientras lo estoy observando, desde un bar donde tomo un café y fumo un cigarro, un muchacho con muletas y a quien le falta una pierna se aproxima. Conversan y sonríen. No parecen conocerse. Parecen, en ese momento, sentir la felicidad. La momentánea felicidad de ese instante. Yo, en la mesa, como ajeno a todo, no sé ni qué pensar ni qué decir. No puedo esquivar la tristeza y acaso piense en los caminos tan curiosos de lo que me parece injusto. Por ciertos minutos no puedo pensar en otra cosa. Y la memoria vuelve ahora, semanas después, regresando porque sí sobre la hoja en blanco.

El loco ubicuo

Bastante bajito, con barba espesa, anteojos de un vidrio como de botella, vivió durante un tiempo cerca de donde vivo. Se oían sus gritos, sus diálogos con la nada. Ahora que se fue aparece en los lugares más distantes, siempre haciendo lo mismo, siempre idéntico a sí mismo. Tal vez se trate de un dios, uno de cuyos atributos es la ubicuidad, que se ha disfrazado para conocernos mejor. Me pregunto para qué. Ya nos conoce lo suficiente.

El gordo que no sufría más

Se sentaba frente al lujoso local de una iglesia; ignoro de cuál se trataba, o si en realidad era una iglesia. Lo veía seguido, acomodado en ese asiento justo debajo de un gran cartel que decía: 'Deje de sufrir'. Cuando tenía algunas copas de más, el gordo proclamaba a viva voz su forma de ser feliz, sentado allí, rodeado de una buena cantidad de paquetes perfectamente ordenados y atados. Alguien le decía 'el paquetero feliz'. La última vez que lo vi fue una madrugada, a eso de las cuatro o cinco de la mañana. Era indudable que estaba muerto y que había muerto con una sonrisa. Lo rodeaban los paquetes de siempre y algunos gatos que husmeaban vaya uno a saber qué: la felicidad, el sufrimiento, el espíritu, presencias fantasmales o sencillamente, opinó alguien, el olor de los paquetes. No sé si había podido vivir feliz pero murió feliz, estoy seguro.

First

Todo está al alcance de la mano, así lo siento, así me parece comprenderlo, pero debe haber algo en el aire o tal vez en el peso de los objetos, como en un cuento de Borges, o algo en la misma mano que no llego ni a sospechar qué es, que mientras más cerca se encuentra lo que busco más difícil me resulta alcanzarlo. Los tigres azules de Borges, la guía de teléfonos de hace unos cuantos años atrás, los zapatos más viejos del mundo y aquella camisa que nunca llegué a usar. El libro que creí haber perdido y que sigue perdido aunque de vez en cuando vea su sombra en los estantes. Los caballos de las fotografías o de los viejos grabados ingleses; los elefantes en alguna llanura del ╡frica, impacientes entre la sal y las hojas, entre el sabor del agua y el sabor de la infinitud. Todo al alcance de la mano, se los aseguro, como esa otra mano que me ofrece una taza de té y unos bizcochitos dulces, todo allí, en la misma circunferencia espacial en la que me meto y de la que, al mismo tiempo, me quedo ajeno. El cigarrillo apagado en el cenicero no está tan cerca como el que está encendido y cuelga de mis labios. Todo está así: cerca pero tan pero tan lejos como si fuera ese sueño que no puede recordarse y se ha perdido en la noche dejando una estela de sabores desconocidos. Me pasa con la mujer que amo: la tengo, la abrazo, la vuelvo a abrazar, la dejo, la imagino, la vulnero, la enriquezco, le mido las distancias de su cuerpo, la exploro, la abandono en un decir: ella está allí, esperándome, tan cerca y sin embargo siempre tan lejos.

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