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Martes, 16 de octubre de 2007
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El alma de los peces

Por Adrian Abonizio
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Dejé de pescar la noche que saqué del agua oscura del Carcarañá una tortuga. Parecía un pibe, por el peso y por sus bracitos que, con lentitud exasperante se movían manoteando el aire frío. A la luz de mí linterna comprendí la magnitud del crimen y nunca más me acerqué a curso alguno de agua con afán depredatorio. Según se dice, los peces y los anfibios no sufren el dolor y son algo así como difuntos breves que uno despena de un mazazo y que posteriormente limpia y pone a la parrilla. Pero dejé de pescar pues me quedé pensando en todas las bocas con anzuelos supuestamente inofensivos. ¿Sufren los peces, los pescados por nosotros?. ¿Les duele la boca, los intestinos, las agallas?. Resuelto a pensar que sí, abandoné la caña, y todo el arsenal quedó oxidado para siempre. Ni lo regalé para no multiplicar los males. Una mañana se me ocurrió la comparación. Miro las caras de los dirigentes de fútbol y sin anzuelos a la vista, parecen gordos o escuálidos nadadores que uno tiene que bancarse de verlos en fotos, en declaraciones, en quiebras de bandoneón y persecuciones judiciales. ¿Sufren los dirigentes?. ¿Qué anzuelo los mortifica?

Seguramente el de su honra y mancha más que el del amor a la camiseta. Seguramente lagrimean de miedo ante el terror de quedar en cafúa pero no ante un resultado futbolístico adverso. No se angustian por un penal errado, no se quedan hasta la madrugada para ver las jugadas, ni se levantan temprano para observar los titulares del diario. No tienen cábalas, ni coleccionan objetos temáticos del club de los amores, menos aún idealizan la vida a través del fútbol. Poco románticos, son prácticos y no creo que tengan buen sexo. No lo creo. Creo si que habrán de sufrir todos los peces del planeta antes que un dirigente se conmueva por algo. Son daltónicos del alma. Indiferentes, indoloros, incoloros. Un pez no fracasa, es pez hasta que deja de serlo y se convierte en pescado merced a nuestra saña o hambre deportiva. Un dirigente fracasa cuando lleva a su pueblo al barranco. O abandona sus crías o las mata. Yo no elegí los padres que me gobiernan; soy adoptivo y ahora encima huérfano. Mi padre debería estar preso pero no lo está. Mi padre me avergüenza: Se ha apropiado de la casa histórica de mis abuelos y la usa en su provecho: adeuda los impuestos, trata mal a los vecinos, deja la basura suelta en la vereda y es la vergüenza en el barrio. Se hace custodiar por grandotes que saldrían a protegerlo si alguien le dijera algo. Es torpe, es indiferente, es hueco, es amigo de lo ajeno. Mi padre, amigos, es dirigente de fútbol pero no sabe patear una pelota. Era el patadura del equipo pero sabía administrar y cobrar a precio usurario las camisetas que él de antemano, adquiría a precio vil para recargarla luego. No corre, no transpira, no huele a rigor ni obtiene diversión alguna por el fútbol. Es un vegetal insomne y malcriado, una ruina vestida sonriente con saco y corbata, una inmundicia que se cree humana. ¿Hay algún dirigente que haya revistado en alguna página heroica? ¿Ha salvado de la ruina, del escarnio a mi divisa; ha dado su salud o sus ahorros y ofrecido el pecho a las balas por su club? Para recordar que está tentado en hacerse el sensible tiene en el living a la vista de todos una pecera: El dice que los peces tienen alma. Yo, como todo escritor que se precie obtengo paradojas a raudales. Ayer, ocurrió un fenómeno inusual: Estos mismos animalitos de dios huyeron del cautiverio arriesgándose a una vida terrible. Los recogió el jardinero y se los llevó en una bolsita de nylon con agua. Creo, que no soportaban intuir tanta falta de sentido común, honra y aprecio por el mundo de su amo. A mí, cada vez que me topo con algunos de ellos, los dirigentes de mi club, los padres traidores de la horda, que han transformado a una familia en un hato de criminales, siento un dolor terrible en las tripas, como si algo se me removiera clavado en mis entrañas. Y aquellos peces escapados de los que hice mención por algún milagro han empezado a argumentan que les ha iniciado un dolor inenarrable en la boca, como si un anzuelo gigante les empezara a perforar las mandíbulas.

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