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Lunes, 22 de octubre de 2007
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Brigada roja

Por Sonia Catela
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Hay una puertita discreta, habilitada en un rincón del patio del loquero para retirar los cadáveres sin que se armen alborotos; es por donde él entra cuando le avisan de algún ejemplar atractivo; se agacha, salta al pequeño vestíbulo; lo recibe el director del nosocomio sin demasiado aspavientos ya que a él le repelen los aspavientos y ese lugar no constituye excepción, entra enrollado en una bufanda, no porque tenga que ocultarse, claro, ¿justamente él, esconderse?; se acomoda en el sillón de terciopelo que le montan en un ángulo del saloncito con ganas de patearlo, a quién se le ocurre, terciopelo, "surgió esta mujer, señor, la trajeron de Córdoba, arrestada, un caso interesante", el director susurra como si hubiera que disimular; despide un terrible hedor a miedo que él detecta con olfato de perro, y, el médico temeroso, viendo que la orden que podría recibir del Jefe no llega, hace una seña de la que está pendiente alguien detrás de una cortina, una enfermera, quien empuja el bulto desde el pasillo lateral al centro del saloncito, "presentate", le indica el director a la mujer, "que me presente mi edecán", responde la loca con altanería y azota el palo que viene a ser su bastón de mando, "la apresaron en un circo de fenómenos por las atrocidades que voceaba" murmura el director achicándose, culpable por las barbaridades políticas que la loca revelaba en público, y la mujer, cambiando la voz, la presenta a ella: "el general", dice, "¿así que vos, un general? ¿y qué general sos?", "el general al que le tendieron la trampa, de la que usted está bien al tanto" afirma la mujer que se ha dejado patillas como si fuera hombre y habla con la impunidad de un muerto, "soy un muerto, precisamente; su muerto" se empecina ella, lo que lo sorprende: en su presencia nadie nombra a su ex enemigo, "ojo con la lengua, no sea que te la cortemos" se arrepiente el director caminando por una ribera donde empiezan a surgir carteles de "peligro", más y más carteles de advertencia, correntada, no meterse, salir, recula: ¡"Señor, será mejor que vea al loco que es un animal, cualquier animal, caga como un loro, hasta vuela unos metros, le hará gracia", "¿y cómo sabe usted lo que a mí me da gracia" responde él como un salivazo, porque si vino era a buscar algún loco que lo divirtiera, no un muerto que hable, un acusador, "prepáremelos que me los llevo; a los dos", se incorpora y el director espera un gracias que no cae, sequía de reconocimientos; mueve las manitos como abanicos, vayan, hagan, traigan, rápido.

Doquier vaya, él se mueve con lo que podría denominarse un repertorio de chiflados, le hacen escolta, una escolta vestida de rojo desde las medias al sombrerito o sombrerazo que remata el vestuario, pasando por botas o zapatos de tacos, hasta los calzoncillos, y si se pudiera, se diría que hacen el esfuerzo de tirarse pedos rojos para entonar, pero ésta, el muerto, no se integra al resto, se tira por ahí hecha un cadáver. La interpela: "A ver, che, hablame." y como nada sale de esa boca él busca el consenso de Anchoíta: "está mal la mujer, Anchoíta", pero su orate favorito replica, juntando los dedos ante su jeta: "Jefe, no ve que no es una mujer. Es el general, el muerto", y saltando, Anchoíta desenrolla su malignidad, manda a buscar un féretro (Anchoíta, tenés carta libre, Anchoíta disponé a voluntad y dispone hasta cuando finge ser el Jefe y mientras le dura el hilo en el carrete, lo hace mejor que él mismo, todo le está permitido), mete a la mujer dentro del cajón, fajada; le enciende velas alrededor, "que traigan al cura", lo traen, que "bendiga al muerto y haga una misa de cuerpo presente por el general", "pero si respira", se parapeta el sacerdote detrás del misal sabiendo que los locos van a escupirlo, pero rodeado por el cortejo rojo que gime, reza y lo baña a gargajos y espumarajos, el eclesiástico masculla de todos modos algunas sentencias en latín y manipula el rosario.

La muerta, que sigue dentro de su cajón en tanto él, Jefe, le da vueltas apreciando la decoración impresa por Anchoíta, abre la boca: "tenemos un asunto pendiente"; él replica "para qué, si estás enterrado", "te mentí", "en qué", "¿sabés? yo soy vos, muerto", dice ella, "¿cómo?", "te engañé: vos sos yo, fiambre".

"¿Habla solo, Jefe?" Anchoíta se saca un piojo, "hablo con ésa", le contesta, "Pero si es difunto ¿cómo va a hablar? Ahora el loco es usted". Y larga carcajadas desdentadas que no le causan gracia, y para eso los trae, para que le alivien el peso del poder con sus desvaríos. Cuando a la mañana siguiente la muerta aparece con una soga alrededor del cuello, firme, (tal cual él la mandó colocar, dos años atrás, mientras el general dormía en su catre y se atrevía a insurreccionársele) y Anchoíta no ha sido el autor de la chacota y los otros tampoco, todos encerrados en sus dormitorios con una llave que él maneja y él guarda, y en el pecho de la mujer aparece esa sangre sin herida, y en el dormitorio no había sangre ni soga disponibles para que la loca se maquillara de víctima, "pero, mírela a la loca, jefe, tan tranquilita como la dejamos" Anchoíta no ve, los otros tampoco sangre o soga, así que él lo ha imaginado, eso pasa, los locos son capaces de cualquier cosa, incluso de que él alucine; pide un mate y matea tranquilo hasta que la mujer comienza a chapurrear un lenguaje extraño, que uno del séquito traduce: "ella dice que es usted, Jefe, toda su sangre perdida, y que no se olvide del dinero que dejó en esa pared", y señala el muro donde verdaderamente ha lapidado unos miles, por cualquier eventualidad, "pero ¿qué sabés vos?" se encrespa contra esa demente que pretende sobresaltarlo "sé lo que usted sabe", y la loca cae en convulsiones, enchastra las puntillas y encajes del féretro, vómitos de malas digestiones. Él se aparta, inquiere al traductor: "¿en qué habla ésa?", "y yo qué sé", facultad de los idos, hallarse en otros mundos, ver lo invisible, hablar lenguajes que no conocen, pero la loca, volviendo en algún sí, se yergue, se quita las vendas del sudario, patalea, salta, se levanta la pollera, muestra y ofrece lo que lleva allí a cambio de comida, cojones, "dénme carne que me aprieta la tripa", y también lo reverencia y lo llama, "jefe"; ahora el cortejo festeja y la embardunan con asado frío!, al fin y al cabo otra demente vulgar, imprevisible, a disfrutar si es que él puede gozar de la muerte a su lado ¿se puede? ¿por qué no? ¿de la propia muerte?, ¿cómo sabía ella lo de la plata en la pared? "¿qué idioma hablabas recién, che?" le pregunta, la cordobesa contesta "qué idioma" y se hace tirabuzones en la sienes, "¿no ve que ando con los tornillos flojos", ahora sus ojos son celestes, como los de él ¿antes también eran celestes? ¿o deberá estrangularla una noche de éstas, para que lo deje en paz, para que no le venga a destapar secretos, o largar profecías?; él se olisquea las axilas, el traste, se huele, despide un hedor inaguantable, a podrido, un olor sobre el que su olfato de perro no se equivoca, y dictamina: miedo.

* En sus memorias, el general José María Paz, consigna: "Rosas se había hecho seguir de su loco favorito; así como otras veces lo condecoraba con la denominación de gobernador, y fingía, por burla, que lo respetaba por tal, esa noche se le antojó que el loco fuese obispo, y como tal le daban el tratamiento".

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