El texto que copio a continuación estaba escondido, doblado hoja por hoja, dentro de un ejemplar de los Prólogos de Borges que encontré en una librerÃa de viejo de calle San Juan. Ignoro si su autor es Nicanor Pérez, aunque sospecho que se trata de un relato que mi viejo amigo inició y luego fue completado por otro, probablemente mister Wingren, quien parece tener ciertas pretensiones de cuentista.
El cuadro estaba en el living room, colgado encima de una mesita de patas gruesas sobre la cual habÃa unos cuantos soldaditos de plomo que representaban (no todo, pero lo esencial) lo que se podÃa ver en la imagen. El dueño de casa, Prudencio DÃaz Alcácer, era un historiador que ya andaba cerca de los noventa años. Usaba lentes muy gruesos y para leer lo poco que podÃa ver de los libros o los diarios que consultaba debÃa quitárselos y aproximar su cara al papel hasta que su nariz le indicaba que no podÃa avanzar más allá. Era respetado por todos gracias a la seriedad de su trabajo y acaso también porque consideraba una banalidad todo tipo de promoción de su propia obra. De hecho, sus investigaciones habÃan sido comentadas más en el extranjero que en nuestro paÃs, donde habÃa nacido y sobre el cual trataba la mayor parte de sus escritos. Publicaba más en otros lugares que en Rosario, donde habÃa permanecido durante casi toda su vida salvo por un breve perÃodo en el que residió en un campo cercano a Santa Teresa. Es cierto que también estuvo en Francia y en España asistiendo a congresos dedicados a la historia americana, pero no fueron demasiados los dÃas que se mantuvo alejado de su ciudad natal. Iba con frecuencia al diario donde yo trabajaba, ya que al ser el más viejo del paÃs tenÃa en su archivo documentos periodÃsticos inhallables o al menos muy difÃciles de conseguir. EnternecÃa verlo de pie frente a las grandes mesas del archivo, absorto, la cara prácticamente apoyada en los amarillentos papeles que miraba. No pocas veces nos quedábamos en mi oficina del suplemento literario, vecina al archivo, conversando de una y otra cosa, sobre todo de su amistad con mis dos abuelos en tiempos de la Liga del Sur. Una de las ocasiones en que lo visité estaba trabajando en su monumental historia de Juan de Garay, que ignoró si llegó a terminar o si la terminó y fue publicada. "En usted se mezclan, me dijo sonriendo, algunas gotas de sangre de Juan de Garay por parte de su abuela materna con otras de sangre india que heredó de su abuelo paterno. Una linda combinación, ¿no cree?". Todo parecÃa sereno y grato en aquel departamento que su sobrino habÃa diseñado especialmente para él. Lo que llamo departamento era en realidad una inmensa biblioteca que ocupaba casi todas las habitaciones, menos el baño y la cocina. TenÃa hasta grandes cajones, en el salón central, donde podÃan ponerse los diarios sin que se doblaran. En otra de mis visitas, Prudencio le estaba escribiendo una carta, a mano y con una envidiable estilográfica, a un joven historiador por quien tenÃa particular aprecio: Marcos de Angelis. Por ese entonces yo trabajaba con de Angelis en el diario, por lo cual le propuse que me dejara llevársela. "Si espera un momento, me pidió, la termino y se la entrego". Luego de firmarla, la plegó en dos (eran cinco carillas) y la puso en un sobre que me dio abierto: un gesto de confianza que no necesitaba ser agradecido. DÃaz Alcácer era de esos hombres que creÃa en la palabra de los demás sin que mediara papel firmado alguno. "En eso tiene razón Ortega, afirmó, el contrato es una de las tantas formas en que empezaron a decaer las relaciones humanas". A pesar de que habitualmente me quedaba hasta bastante tarde y hablábamos de infinidad de temas, jamás me animé a preguntarle directamente por lo que algunos de los que frecuentábamos el departamento llamábamos "el misterio del cuadro". Y sin dudas se trataba de un misterio, que al principio fue descubierto por casualidad.
Un periodista del diario, no interesa su nombre ahora, se sintió atraÃdo por uno de los soldaditos de plomo que estaban sobre la mesita de patas gruesas, debajo del cuadro. Nos habÃan dicho que eran obra de Julio Payró y que él se los habÃa regalado a Prudencio junto con el cuadro, que representaba una escaramuza entre ingleses y alemanes durante la guerra del 14, tal vez en algún sitio cercano a donde se librarÃa la terrible batalla del Marne. El curioso tomó el soldadito y lo giró para ver si encontraba alguna firma o alguna fecha. Cuando levantó la vista hacia el cuadro pudo ver, con estupor y también con algo de miedo, que la figura del jinete inglés que sostenÃa se desplazaba en el cuadro de acuerdo a cómo él la movÃa con sus manos. Cuando percibió que DÃaz Alcácer se aproximaba a sus espaldas, dejó el soldadito en el lugar que estimó más exacto. El historiador querÃa ofrecerle un café o algún trago, y al ver cómo se sobresaltaba exclamó: "Está usted muy pálido, siéntese y ya mismo le traeré un vaso de agua". Él le explicó que sólo habÃa sido un breve mareo, aunque aceptó sentarse y también el agua. Después conversaron acerca de los primeros pobladores de Rosario y la charla fue larga, pero mi amigo no podÃa olvidar lo que habÃa pasado. Más tarde, mientras bajaba en el ascensor, recordó un par de relatos en los que las figuras de un cuadro se movÃan voluntariamente y el cuadro nunca era el mismo de un dÃa para el otro. Pensó, quizás para tranquilizarse, que el episodio habÃa sido un juego de su imaginación, de su tendencia a transformar todo en literatura. No logró calmarse y se tomó algún tiempo, no demasiado, antes de pedirnos que visitáramos a Prudencio para comprobar lo que le habÃa sucedido.
Fuimos el Chueco Chazarretta, quien estaba en deportes pero era un amante de la historia; Marcos de Angelis, el historiador que nos servirÃa de excusa; y quien escribe este relato, que trata de ser lo más fiel posible a lo que ocurrió por aquel tiempo que hoy me parece tan lejano como ese poema que se sueña y se olvida a la mañana siguiente. Mientras Marcos le pedÃa a DÃaz Alcácer, en el escritorio, que le dictara algunos fragmentos de su próximo libro para hacer un anticipo en el diario, el Chueco y yo intentábamos comprobar la relación entre el cuadro y los soldaditos de plomo. La figura del jinete que nuestro inquieto amigo habÃa tocado ya no estaba en la pintura, por lo que no nos atrevimos a mover ninguno de los otros soldados, y en cambio nos concentramos en descubrir dónde habÃamos visto el cuadro (una reproducción de ese cuadro, para ser precisos) con anterioridad. Ambos recordamos, casi al unÃsono, la lámina de un libro sobre la guerra del 14 que mi padre me habÃa regalado en mi juventud y que nuestro común interés por las guerras europeas nos habÃa hecho revisar más de una vez. Con alguna justificación absurda, abandonamos a Marcos en el departamento de Prudencio y tomamos un taxi hasta mi casa. Como suponÃamos, el cuadro representaba un ataque de las tropas inglesas en el frente de Hendicourt y, como es fácil de imaginar, el jinete tampoco estaba en la lámina de mi libro. Unas horas más tarde, cuando nos volvimos a reunir con de Angelis, entre los tres decidimos el próximo paso: buscar en las bibliotecas públicas de Rosario algún otro ejemplar de ese volumen, "La verdadera historia de la guerra europea", escrito por el sueco Gustav Kronenberg y publicado en 1938 por la editorial Sopena de Buenos Aires dentro de su colección "¡Aquà está!". Conseguimos dos: uno en la Biblioteca Popular del Consejo de Mujeres (donde suele encontrarse lo que se supone que no se puede encontrar) y el segundo en una biblioteca barrial, la Homero, donde mi hijo mayor, Cristián, solÃa jugar al ajedrez. En las dos láminas habÃa modificaciones, pero no eran las mismas que podÃan observarse en mi libro y en el cuadro de DÃaz Alcácer. A partir de ese descubrimiento, nuestros interrogantes se sucedieron: quién tenÃa más reproducciones del cuadro; dónde estaba el original (si es que todavÃa existÃa); cuántas ediciones del libro con la lámina habÃa en otras bibliotecas públicas y privadas; cuántas reproducciones con soldaditos de plomo se habÃan hecho y quién habÃa iniciado la serie. Nunca pudimos avanzar mucho en nuestras averiguaciones: hubo charlas pretendidamente casuales con Prudencio y también usamos el pretexto de escribir algunas notas para el diario con el propósito de revisar fragmentos de su correspondencia con Payró y varias cartas de investigadores de todo el mundo que se ocupaban del tema de las guerras europeas. HabÃa algunas que parecÃan tratar el tema del cuadro, los soldaditos y sus modificaciones, fechadas en Lima, Veracruz, Los Angeles, Bristol, ParÃs, Helsinki, aunque todas resultaban un tanto ambiguas y sólo una, de Estocolmo, ofrecÃa más detalles. A todos les enviamos mensajes, tratando de imitar la perfecta caligrafÃa de DÃaz Alcácer, y no recibimos respuesta alguna. ParecÃa tratarse de un grupo cerrado, ajeno a nosotros, que habÃamos descubierto el secreto casi por casualidad. SabÃamos que en distintos lugares del mundo ellos tenÃan sus cuadros, los libros, las mesitas de patas gruesas y unos cuantos soldaditos de plomo. Y que una lógica que no comprendÃamos impulsaba los movimientos de los soldados y los cambios en los cuadros y las láminas de los libros, en un juego que podÃa ser inofensivo o atroz.
Poco antes de morir, DÃaz Alcácer hizo una donación con cargo al Museo Histórico. La sala dedicada a alojar sus pertenencias debÃa reproducir, en la medida de lo posible, el departamento en que él vivÃa. Apenas estuvo instalada, fuimos con el Chueco y de Angelis para comprobar lo que de alguna manera ya sospechábamos: ni el cuadro, ni la mesita de patas gruesas, ni los soldaditos de plomo estaban allÃ. Sólo pudimos saber, por una de sus parientes, que habÃan sido heredados por otra persona que los habÃa retirado del departamento unas horas después de la muerte del historiador.
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