La imagen es muy fuerte. Hay un cuadrado limpio que rodean alambrados en que llamean y explotan unos maizales altos, verdes desde donde saltan los gorriones.
Dentro de ese cuadrado hay una escuelita rural que cubren añoso árboles. Pinos. Pinos majestuosos y algún que otro eucalipto.
Primero, esa imagen de los pinos es más fuerte que la otra más tenue, donde flota la escuelita.
Entramos allà con ese sulky prestado, con ese caballo oscuro que mi madre guÃa con pericia de mujer campesina.
A mà me encantaban esos paseos a pleno campo, por esos caminos polvorientos, llenos de pájaros que cortaban el aire azul entre campos sembrados de girasoles amarillos, de maizales altos. Y estaban los cañadones con sus gaviotas gritonas, con sus bandurria picudas y espantosas, con esos flamencos elegantes y las garzas que embellecÃan todo amanecer y el resto de todos los crepúsculos.
El por qué de esos viajes esporádicos a esa escuelita rural cuyo nombre ya no recuerdo. ¿Era en campo Crenna?. ¿Era en La Riviére?. ¿Era campo La Flror?. No sé. De todos modos de algo estoy muy seguro, era hacia Cañada Ucle y las tres estaban orientadas hacia allÃ.
El por qué de esos paseos hasta esa escuelita rural, con techo a dos aguas, con dependencias para el maestro y su cocinera y casera, me queda muy claro.
El tÃo Nuncio, uno de los hermanos menores de mi abuela materna Ãla inefable "nona" Elisa! según se decÃa en la familia, se habÃa vuelto a pasear a Italia y allà lo pescó la Gran Guerra del '39. estuvo en Abisinia y volvió casado y con dos hijos un poco mayores que yo Antonio y Bruno. Su mujer era una gringa de cara redonda, con largas trenzas oscuras sobre su espalda robusta y su casi desconocimiento total del idioma de "la Castilla" como decÃa la familia. Se llamaba MarÃa, pero era conocida como "la tÃa gringa", como si el resto de la familia fueran todos criollazos de pura cepa desde cinco generaciones. Siempre me llamó la atención ese apodo, pero hoy lo atribuyo a su condición de recién venida, porque los otros, empezando por mi abuela y casi todos sus hermanos y hermanas, tenÃan en el paÃs por lo menos 25 años, es decir que habÃan venido luego de la primera Guerra.
Todos ellos, incluida mi abuela , nunca hablaron un español fluido, pero a mà siempre me pareció que el resto de la familia la trataba con un poco de conmiseración y se reÃan de sus numerosos y cotidianos equÃvocos. Tal vez no le perdonaban que se hubiera bajado del barco hacÃa apenas unos meses.
La razón por la cual ellos vivÃan allà como caseros de la escuela y de paso la buena de la tÃa "gringa" le cocinaba al maestro la ignoro. Cómo se les consiguió ese conchabo, no lo sé y no lo sabré nunca. El tÃo Nuncio trabajaba en las chacras de sus numerosos parientes que pululaban por la zona cañadense.
Con ellos habÃan traÃdo a mi bisabuela la única que conocà y era muy menuda, casi una pasita de uva con sus noventa y cinco años a cuestas y una vitalidad a toda prueba. No hablaba ni una palabra de español, pero escrutaba todo para tratar de entender qué se decÃa alrededor. Yo la llamaba "la nona chiquita" y me divertÃa en ese tiempo poniéndome enfrente de ella y preguntándole quién era yo. Me miraba como a la distancia y luego de un rato de luchar contra toda su memoria y sus recuerdos, abrÃa su pequeña boca sin dientes y sonreÃa como si acertara con un examen difÃcil.
Il figlio di la Mariucha decÃa sin vacilar. "Mariucha" era el apodo familiar de mi madre. Aunque sus hermanos le decÃan "La Negra", porque tenÃa una tez mate que siempre la acomplejó.
Sus nietos le habÃan construido un asientito adosable al caño de la bicicleta y la llevaban de paseo por esos caminos rodeados de maizales, casi como si fuera una niña o una muñeca. Y ella, feliz. Se llamaba Dominga.
Después se radicaron todos en MartÃnez, en las cercanÃas de Buenos Aires. Una sola vez los visitamos. Estaban con su casa a medio construir y como el tÃo Nuncio ya trabajaba de albañil, que fue a la postre su oficio, se tomaban el domingo de descanso para levantar las paredes de su propia casa como hacÃan todos los inmigrantes en ese tiempo del peronismo feliz, luego de comprarse su terrenito a crédito.
Recuerdo las calles de tierra y los frondosos eucaliptos de una avenida cuyo nombre no retuve y ya olvidé para siempre, recuerdo los hondos baldÃos, recuerdo los numerosos pájaros y el paisaje cuasi bucólico y más que tranquilo que rodeaba esa tarde el paseo que hice con los hijos del tÃo Nuncio. Nunca más los vi. Creo que de grandes trabajaron en la compañÃa de aviación Alitalia.
Y volviendo a esa escuelita de paredes muy blancas y tejas muy rojas, diré que en esas mañanas luminosas yo entraba al aula donde un maestro rubio, de nariz aguileña y de guardapolvo blanco impartÃa clases para cuatro hileras de bancos con sus cabecitas rubias y atentas. Una hilera para cada grado.
A mà me sentaban en la hilera que correspondÃa a mi grado y me tomaba la lección como a los otros y como yo sobresalÃa entre todos, él me ponÃa de ejemplo, en un gesto que no se me escapaba la ironÃa. Yo no era más inteligente que ellos, la razón estaba seguramente en que los programas iban un poco más adelantados en el pueblo. Los otros chicos y chicas me miraba con admiración y recelo. Y yo por un rato era el más lúcido del curso, aunque ellos ignoraran la razón, que no se le escapaba al maestro, y que él aprovechaba para azuzar a sus alumnos tal vez un poco aburridos y desatentos con tanto pájaro que cantaba en las ventanas de esa lejanÃsima escuelita rural. La demagogia se puede perdonar en un maestro que tal vez no tendrÃa muchas armas pedagógicas para incentivar a sus alumnos. Lo que nunca supe es cómo hacÃa para dictarle a los chicos de distinto nivel en un mismo aula. Estimo que como el aula era única y el maestro también, serÃa la manera en que aprendÃan todos los chicos de todas las escuelas rurales.
No obstante, en ese tiempo no lo sabÃa, yo era feliz.
Al atardecer volvÃamos con mi madre, luego de haber pasado todo el dÃa allÃ, de visita. El tÃo Nuncio ataba el caballejo, que se habÃa hartado de comer pasto del bueno y al que habÃa que convencer que la buena vida dura poco y entonces desandar el camino que habÃamos hecho casi al alba.
Otra vez maizales y pájaros y bichos acuáticos en los cañadones.
Ibamos hacia el sol que lentamente morÃa tras los pinos lejanos y cuando ingresábamos en las últimas calles del pueblo, el crepúsculo nos bañaba de sangre y la escuelita empezaba a ser recuerdo.
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